"Ésta es la historia más triste que jamás he oído". Así empieza la novela 'El buen soldado'. En ella, Ford Madox Ford cuenta sin aspavientos dos suicidios, dos vidas arruinadas y el descenso a la locura de una joven. La de Christopher Reeve no acumula tantas desgracias. Bastó una sola y, se podría decir, diminuta. Uno de los actores más célebres en su momento, dueño del papel más grande (quizá indestructible) ideado jamás para la pantalla y símbolo de todas las bondades del capitalismo después de la guerra, se caía del caballo. Un único golpe acabó con todo. "Si hubiera sido un centímetro más arriba, habría muerto de manera instantánea; si, por el contrario, hubiera sido un centímetro más abajo, apenas habría sido una caída ridícula", recuerda el más joven de sus hijos en el documental 'Super/Man: La historia de Christopher Reeve', de los directores Ian Bonhôte y Peter Ettedgui. Pero fue donde fue y el cuerpo y la carrera del más universal, en sentido planetario de los intérpretes quedaron paralizados para siempre.
La película que ahora se estrena tras su paso por el Festival de Sundance no da opciones. Es triste hasta la desesperación. Y conmovedora en su ritual tan ortodoxo como, si se quiere, previsible. En realidad, no hay nuevas revelaciones ni se cuenta nada que no haya sido contado en su momento. Simplemente, con gusto, con sentido del pudor y, más importante en lo que respecta a la recopilación de documentos e imágenes familiares inéditas, con la colaboración de los tres hijos de Reeve se relata la historia de Superman desde la más humana y también terrible de las perspectivas. De repente, el mito que tanto obsesionó a Umberto Eco adquiere su verdadera dimensión, su más profundo sentido. Como decía el pensador italiano, Superman vive en la ambigüedad de apelar a lo mejor de nosotros a la vez que nos recuerda nuestras más íntimas debilidades. Reeve, ahora sí, es el verdadero y único Superman.
La historia es conocida. El 27 de mayo de 1995, ocho años después de su último Superman, un accidente mientras participaba en una competición hípica provocó a Reeve una parálisis desde los hombros. El hombre de acero, con perdón, se quebraba. La película que ahora se estrena repasa la vida del actor que murió en 2004 a los 52 años, pero, no queda otra, termina por quedar varada en la mayor y más cruel de las ironías de la que ha sido capaz la cultura popular. "Me di cuenta al instante en cuanto desperté", dice el propio Reeve, "de que había arruinado mi vida y la de todos los que me rodean".
El documental se remonta, como es de rigor en todo relato de superhéroes, a los orígenes. Y allí, con un detalle exquisito, se recuerda la infancia de un crío que creció entre las derivas de una familia rota y un padre algo más que solo severo poeta, literato y, como Theodor Adorno, persuadido de que la decadencia del mundo moderno era cosa de la cultura popular. Otra ironía más. Cuenta la cinta que cuando el hijo comunicó al padre la buena nueva de su papel para la historia, éste, nada amigo de celebraciones, decidió brindar con champán convencido de que le habían elegido para la obra de George Bernard Shaw 'Hombre y superhombre'. Reeve se educó como actor en la prestigiosa Escuela Juilliard al lado de su gran amigo Robin Williams. Ahí conoció a la espuma de lo más selecto de un Off Broadway poblado por gentes como William Hurt y Jeff Daniels con los que preparaba una obra cuando decidió presentarse al casting (al que también acudieron desde Arnold Schwarzenegger a Neil Diamond) del que iba a ser el más popular de los productos (que no solo película) para el consumo de masas. "No te vendas", le aconsejó William Hurt.
'Super/Man: La historia de Christopher Reeve' crece en la detallada reconstrucción de cómo se filmaron, una detrás de otra, la primera y la segunda entrega del héroe dirigidas por los dos Richard (Donner y Lester). Especialmente divertido resulta el relato del encuentro entre un Gene Hackman en el papel de veterano actor con ganas de acabar cuanto antes y un Reeve empeñado en "vivir" cada secuencia. De Marlon Brando, ni media palabra. "Solo quería el dinero", confiesa Reeve. Fue estrenar la primera película, la de la fanfarria de John Williams, y Superman se comió entera la vida de Reeve. Atrapado en su cuerpo escultural y perfecto, el buen intérprete que era el alumno aplicado de la Juilliard nunca acabaría de superar los efectos de uno de los más potentes superpoderes modernos: la fama infinita.
Diez años vivió en pareja con Gae Exton, con la que tuvo dos hijos (Matthew y Alexandra). En 1992 se casaría con la también actriz Dana Morosini y ese mismo año nacería Will. La película presenta —como no puede ser de otro— a un padre a la altura del mito en pantalla. El accidente, tercera ironía, cortaba de raíz buena parte del sentido de la vida de un deportista voraz siempre en busca de acción. Navegaba, esquiaba, montaba a caballo y pilotaba aviones (cruzo el Atlántico solo un par de veces). El accidente no solo acabó con todo esto, sino que obligó a Reeve, después de aprender de nuevo a hablar y respirar incluso, a inventarse una vida de repuesto postrado en una silla de ruedas. "Sigues siendo tú y te amo", le dice su pareja en uno de esos momentos que rompen la pantalla. Se lo dice justo después del accidente, justo después de que los médicos le desahuciaran, justo después de confesarle que aceptará lo que decida, que la vida es suya... "Sigues siento tú y te amo".
Pero, en verdad, ya era otro. El Reeve que surge de mayor de los cataclismos es, y ésta es la más que obvia moraleja de la película, el verdadero Superman. A partir de entonces, su vida se convertiría en una pelea a brazo partido no solo contra las dificultades de una vida rota en sentido literal sino contra la condescendencia. Su activismo y la financiación lograda gracias a la fundación que lleva su nombre hizo posible, entre otras cosas, un tratamiento revolucionario destinado a parapléjicos.
'Super/Man: La historia de Christopher Reeve' se nutre de imágenes de archivo, algunas de ellas inéditas, y de los testimonios de todos los que le acompañaron en el viaje detenido. Primero, Dana Morosini, que moriría de cáncer de pulmón pocos después de su marido, Robin Willams después y, acto seguido, Whoopi Goldberg, Susan Sarandon y Glenn Close levantan acta de una vida por fuerza ejemplar. La última citada se muestra convencida de que Williams seguiría vivo si Reeve no hubiera fallecido.
En 1996, un año después de la caída, Reeve acudió a la ceremonia de los Oscar. Lo hizo no como el elegante Superman que volaba en pantalla sino como el Superman lento y anclado a sí mismo que ya era. Edificante, ejemplar, valerosa y hasta descomunal historia, sí. Pero muy triste.
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