Los intelectuales más críticos con la presencia española en Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Milán a principios de la Edad Moderna afirmaban que el humanismo se había hecho a pesar de los bárbaros españoles y franceses, cuando en parte se había hecho gracias a ellos, que llevaron las nuevas tendencias por todo el globo. De esas voces tan sumarias nació al cabo de los siglos el mito de que el Renacimiento terminó por culpa de las guerras que trajeron estas naciones extranjeras a Italia, siendo el saco de Roma de 1527 la cumbre del desastre.
Desde luego resulta inconsistente creer que los italianos necesitaron de ayuda externa para conocer los horrores de la guerra. El Renacimiento fue pintura, escultura, arquitectura y mil maravillas culturales, pero también fue el tiempo de la pólvora, los primeros ejércitos modernos, los grandes empresarios de seres humanos y la guerra moderna. En cuestión de pocas décadas, el viejo continente pasó de conflictos muy limitados y con capacidad de movilizar a pocos efectivos a contiendas que traspasaban océanos y donde las antiguas murallas tenían poco que hacer frente a los cañones de nueva generación.
Para los italianos, la antigua guerra a pequeña escala quedaría en la memoria colectiva como una forma de lucha elegante y cortés, frente a la encarnizada «guerra a la francesa» o «a la española», una forma cruda y pragmática que vino con los avances de la modernidad. Ya no se trataba de endosar una derrota al enemigo, sino de aplastarlo para que nunca más pudiera devolver el golpe. No obstante, esa forma de luchar fue igualmente usada por las ciudades estado italianas y hasta se puede decir que fue el Papa Terrible, Julio II, italiano por los cuatro costados, quien más contribuyó a propagar las llamas por todo el país. La República de Venecia tampoco se quedó a la zaga.
Aunque los italianos quisieran responsabilizar a los de fuera de llevar la guerra a nuevos niveles, lo cierto es que ellos fueron tan partícipes como los que más de su propia perdición. Ni el Renacimiento conoció la guerra de oídas, ni los italianos pudieron ser atacados en su inocencia por las potencias extranjeras. La pureza, rara vez existe en la historia.
El Papa ayuda al Turco
Francisco I de Francia parecía el hombre llamado a conquistar la bota italina, pero fue finalmente el Emperador Carlos V quien se llevó la partida en casi todos los frentes. A principio de la década de 1490, Francia mantenía bajo su órbita Milán, parte de Nápoles, Saboya, y tenía amistad con los dirigentes de Génova y Florencia, así como aspiraciones sobre Sicilia. Medio siglo después y muchas batallas de por medio, Carlos controlaba Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Milán (a partir de 1535) y mantendría firmes alianzas con el duque de Saboya, con los Médici florentinos, con los Farnesio de Parma y con los Doria y los Spínola genoveses.
En 1526, el conflicto entre las dinastías Habsburgo y Valois, donde el Papa y la República de Venecia eran los únicos que se permitían intervenir de forma independiente, se encontraba paralizado a expensas de que Francisco I de Francia, que había sido capturado en la batalla de Pavía y había permanecido una temporada en Madrid curándose de humildad, se decidiera por fin a romper el Tratado de Madrid, que le obligaba a no intervenir en Italia.
Fueron finalmente las palabras del Papa Clemente VII, protegido por los Médici florentinos, las que animaron al Rey francés a incumplir el tratado. Abogando por escrito que los tratados que se firman «bajo la presión del miedo carecen de valor y no obligan a su observancia», el Papa convenció a Francisco I para unirse a la llamada Liga de Cognac (o liga Clementina), integrada por el Papa, Francia, Venecia, Florencia y Milán, con el objetivo de expulsar a los españoles de Italia.
Mientras el pontífice se preocupaba por encabezar alianzas contra otros reyes cristianos, los ejércitos otomanos de Solimán I 'el Magnífico' avanzaron sobre el reino de Hungría, que reclamó ayuda de forma desesperada. El 29 de agosto de 1526 se sucedió la batalla de Mohács, donde murió el Rey Luis II de Hungría y los ejércitos cristianos fueron barridos por los otomanos. Hasta el último momento, el Emperador Carlos y su hermano Fernando de Habsburgo, Archiduque de Austria, intentaron convencer sin éxito al Papa de que aparcara por el momento las diferencias en Italia y ayudara a frenar la acometida musulmana. La actitud de estos estados cristianos frente al desastre húngaro convenció a Carlos de atacar al integrante más débil de la alianza, al menos en lo militar: el Papa Clemente VII.
La primera acción hostil del Emperador contra el Papa consistió en apoyar al cardenal Pompeo Colonna, quien desde enero de 1526 se encontraba en abierto enfrentamiento con Clemente VII. Financiadas por Carlos, las tropas de Colonna ocuparon Roma en septiembre de ese año. La ciudad fue parcialmente saqueada y el Papa se vio obligado a refugiarse en el Sant'Angelo, donde quedó encerrado junto a la Guardia Suiza. Esta primera ocupación por parte de fuerzas vinculadas a Carlos debía haber servido de advertencia a Clemente VII, que originalmente aceptó las duras condiciones del embajador español Hugo de Moncada, pero no consiguió más que espolearle.
Como hizo Francisco I cuando se lo reclamó precisamente el Papa, Clemente VII incumplió lo pactado con el Emperador pocos meses después. No solo se negó a salir de la Liga de Cognac, sino que reforzó las defensas de Roma para que no volviera a producirse una incursión como la de Colonna y ordenó una ofensiva en la zona próxima a Nápoles contra las tropas del virrey español, Carlos de Lannoy. Cansado de las promesas incumplidas, Carlos ordenó a comienzos de 1527 que un ejército compuesto por unos 25.000 soldados españoles, italianos y alemanes se dirigieran al frente de Carlos de Borbón y del noble alemán Jorge de Frundsberg hacía Roma.
Las tropas imperiales partieron desde el Milanesado y recalaron en Florencia, donde los regidores accedieron al pago que estipuló Carlos de Borbón para evitar el saqueo de la ciudad, antes de retomar el camino hacia Roma. No en vano, las instrucciones del Emperador a Carlos de Borbón –antiguo comandante en jefe de los ejércitos franceses hasta que se enemistó con Francisco I– pedían limitarse a presionar al Papa pero sin ocupar la Ciudad Eterna. Lo que no había previsto nadie era la dificultad de sujetar a un ejército al que se le adeudaban numerosas pagas frente a una presa tan lucrativa como era la antigua capital del Imperio romano.
El Castillo de Sant'Angelo: el último refugio
El ejército imperial, que estaba formado por 12.000 lansquenetes (mercenarios alemanes en su mayoría protestantes), mantenía las arcas vacías y la tensión empezaba a elevarse. Un conato de motín fue apagado en marzo con dinero procedente de los florentinos, pero solo sirvió para ganar tiempo. Cuando las tropas se situaron frente a las viejas murallas romanas y fueron conscientes de que el Papa no tenía pensado pagar la indemnización que le reclamaba el Emperador, todo quedó alineado para la tragedia.
Sin apenas infantería, el Papa recurrió a la artillería, situada en el Castillo de Sant'Angelo, como última defensa frente a las tropas imperiales. El 6 de mayo, los soldados lanzaron una acometida desde la puerta Torrione, mientras los lansquenetes acudieron a la puerta del Santo Spirito. Precisamente allí cayó muerto Carlos de Borbón al disparo de un arcabuz, que, según su propia biografía, fue realizado por el escultor Benvenuto Cellini. Sin la principal cabeza del ejército, las tropas desataron su furia por la Ciudad Eterna y arrasaron monumentos y obras de arte durante días.
Las violaciones, los asesinatos y los robos se sucedieron por las calles romanas, donde ni siquiera las autoridades eclesiásticas afines a los españoles se libraron del ultraje. La abundancia de luteranos entre los lansquenetes –la fuerza que llevó el peso del pillaje– dio un significado anticatólico al saqueo. «Los imperiales se apoderaron de la cabeza de San juan, de la de San Pedro y de la de San Pablo; robaron el oro y la plata que las recubría y las tiraron a la calle para jugar a la pelota», describen las crónicas del periodo sobre el terror desatado.
Cuando dio comienzo el saqueo, Clemente VII se encontraba orando en su capilla y apenas tuvo tiempo de ser evacuado antes de que los saqueadores alcanzaran la Basílica de San Pedro. La mayoría de soldados de la Guardia Suiza fueron masacrados por las tropas imperiales en las escalinatas de la Basílica de San Pedro. El sacrificio de 147 de los 189 componentes de la Guardia aseguró que Clemente VII escapara con vida aquel día, a través del Passetto, un corredor secreto que todavía une la Ciudad del Vaticano al Castillo Sant'Angelo.
Cubierto de un manto morado para evitar ser reconocido por el característico hábito blanco de los sucesores de San Pedro, Clemente VII permaneció un mes recluido en el castillo junto a 3.000 personas de toda clase y condición que llegaron huyendo de un ejército que estaba completamente fuera de control.
Después de tres días de estragos, Filiberto de Chalons, el Príncipe de Orange, se elevó como nueva cabeza del ejército imperial en sustitución del fallecido Borbón y ordenó que cesara el saqueo. Los daños al patrimonio artístico fueron gigantes y quedó en la memoria colectiva como el episodio más terrible de las guerras que azotaban Italia desde 1492. No en vano, la decisión del nuevo comandante de situar su residencia en la Biblioteca Vaticana salvó el lugar y sus valiosos textos del saqueo. Poco a poco, el ejército recuperó la disciplina y los gritos de desesperación cesaron en Roma.
El Emperador fue rápidamente consciente de las graves consecuencias que para su imagen de campeón del catolicismo iba a tener el suceso. El día 5 de junio, Carlos V –que se dejó ver durante unos meses con ropa de luto por lo ocurrido en Roma– firmó con la Santa Sede un tratado que puso fin momentáneamente al conflicto. Aunque una de las condiciones del tratado fue violada poco después cuando Clemente VII se escapó de la custodia imperial para refugiarse en Orvieto, lo cierto es que la actitud del Papa cambió radicalmente a partir del oscuro suceso.
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