En términos de moda, ‘boho’ ha venido a ser en 2024 como el greatest hit del wrapped de Spotify o de las búsquedas más populares de Google. El salto a la calle no se ha acabado de consolidar del todo, pero en la pasarela y entre las propuestas de las tiendas la tendencia ha supuesto un aluvión de prendas etéreas con volantes, siguiendo con la estética que se impuso entre los años 60 y 70. Aquí nos ha hecho poner en contexto todo lo que da el concepto de sí, explorando cómo fue una subcultura más fagocitada por la moda masiva. Sin embargo, en ese marco que vincula la industria (y su historia) con la idea de ‘bohemio’, queremos reseñar otro de sus muchos matices que, de nuevo, acabó convertido en fenómeno de la cultura pop. O al menos, de la cultura popular decimonónica que se ha ido extendiendo a nuestros días como parte de esos clásicos absolutos de la literatura o la música.
Citar la ópera de La Bohème, por ejemplo, como extensión de todo lo que supusieron los círculos bohemios del París de finales de s. XIX es una obviedad. Lo que no todo el mundo conoce es que entre sus personajes principales, Mimí es el culmen de un estereotipo en moda que afloró entre los artistas al mismo nivel que la idea de musa. Aunque se hace referencia a ella como “modistilla”, la protagonista de Giacomo Puccini es uno de los ejemplos canónicos que se encuentra en los diccionarios bajo la definición de grisettes, un término interesante vinculado a esa Francia industrial de mujeres empleadas en costura .
El París de las ‘grisettes’
Antes de hablar de ellas, primero habría que poner un poco en contexto su escenario. El París que se estaba proyectando en grandes avenidas era una ciudad decadente y aristocrática, pero también con una realidad alejada de las condesas de Balzac o Proust. En la calle, la mano de obra femenina procedía en un porcentaje abrumador de las industrias textiles. La historiadora de moda Valerie Steele reseña que de las 112.000 mujeres empleadas en la capital hacia 1860, más de la mitad procedían de trabajos de bordado y otros oficios de moda.
Sus condiciones laborales eran tan precarias como las de cualquier sector acelerado por la Revolución Industrial: las enfermedades, la malnutrición, los sueldos insuficientes y la falta de regulación también formaban parte del trabajo en confección. Incluso las modistas de casas de lujo trabajaban 12 horas en la primera década del s. XX, llegando a jornadas de 17 a 30 horas en épocas de eventos como el Grand Pix. Estas intensidades contrastaban con otros periodos de desempleo: “Durante los seis meses de trabajo anual regular, las mejores trabajadoras de alta costura podían ganar con el cambio de siglo entre 5 o 6 francos al día; la mayoría ganaba unos 3”, explica Patricia A. Tilburg en Working Girls: Sex, Taste, and Reform in the Parisian Garment Trades, 1880-1919. Al mismo tiempo, la prostitución parisina creció exponencialmente, con uno de los sistemas más organizados del mundo, clasificado por estratos sociales y epítetos que podían ir de la fille en carte a la cortesana. Los bajos sueldos y esas épocas de inactividad hicieron que también muchas mujeres de clase trabajadora decidieran meterse esporádicamente en la prostitución, para poder sobrevivir.
¿Qué era una grisette?
En este caldo de cultivo, la grisette fue la mejor metáfora (o de las mejores) del paisaje urbano parisino del momento. En su Physiologie de la Grisette, el autor Louis Huart la define como una chica joven entre 16 y 30 años que trabajaba toda la semana como modista, guantera o sombrerera, y libraba los domingos. Según recoge Valerie Steele en Paris:Fashion, la palabra se remonta al siglo XVIII y está relacionada con su áspero vestido de color gris, aunque su sello de identidad era más bien un pequeño gorro rosa con lazos y otros pequeños detalles, más baratos.
Su atuendo, raído y remendado, no era una forma de describir su estilo, sino más bien su procedencia social. Se incidía en su pobreza, y en sus esfuerzos por mantener pulcras tanto su apariencia como la buhardilla que habitaba. Cuenta Jules Janin en The Grisette que su perfil era el de una laboriosa “hormiga” trabajando incansablemente: “Bajo sus manos activas, tejidos como el terciopelo o la seda se van formando sin cesar [...] Piensen en lo universal que debe ser el gusto francés, para que estas niñas, las hijas de los más pobres, se conviertan así en todopoderosas intérpretes de la moda”. Otro rasgo que a menudo se suele citar es su papel como amantes de los estudiantes de medicina o de derecho que vivían en el Barrio Latino de París, y a los que veían solamente los domingos, cuando ellas libraban y ellos dejaban los libros por un día.
Muy (muy) a grandes rasgos, con estos ingredientes se acabó creando un arquetipo femenino presente en la cultura francesa del s. XIX. Como señala Daniel Cottom en International Bohemia, las viñetas sobre la vida bohemia del novelista Henri Murger fueron la base para una novela suya, Escenas de la vida bohemia (1851), que daría el salto a la ópera con La bohème de Puccini. Las referencias no faltan: Émile Souvestre las cita en La escalera de las mujeres, Eugène Scribe hizo una comedia sobre ellas y el novelista superventas de la época Paul de Kock fue uno de sus cronistas más entusiastas. También es posible rastrearlas en la obra de Mark Twain, en la Mimi Pinson de Alfred de Musset o en la Marthe de George Sand. Hacia mitad de siglo, la idea de ‘grisette’ adquirió un cariz de añoranza melancólica que a menudo se vincula con Los Miserables, de Víctor Hugo. En particular, con su Fantine, una chica que se queda embarazada de un estudiante y se ve forzada a la prostitución para mantener a su hija. En arte, la grisette fue retratada en una de las primeras acuarelas de Edward Hopper en París. También la representó James McNeill Whistler a través de Héloïse, una sombrerera del Barrio Latino que fue amante suya durante dos años.
Siempre a través de la mirada masculina
Existe un largo listado de arquetipos femeninos que destacan en la cultura popular por ejercer como una tentación constante, siempre en términos establecidos desde una perspectiva masculina. Si la femme fatale es uno de los más antiguos, el despliegue que presenció el París del siglo XIX no se quedaba atrás. La premisa, grosso modo, era siempre poner en relieve la imagen pasiva de la mujer. La fascinación fue especialmente reseñable en los estratos sociales más humildes. Valerie Steele sostiene que en la literatura de la época la poesía y la romantización de la mano de obra femenina eran temas habituales, más aún cuando estaba vinculada a un sector como la moda: “Este era un retrato de la mujer trabajadora como artista y como fantasía erótica”, apunta.
Las grisettes se asociaban a una moralidad relajada y una cierta disponibilidad sexual, alejada del ideal maternal (y puritano) de la burguesía. De hecho, Louis Huart subrayó su naturaleza “facilona”, y cómo no hacía falta “llevarlas a un baile” para seducirlas. La belleza, la modestia o la alegría eran conceptos reiterados que ejercían una atracción entre los hombres que buscaban un entretenimiento pasajero: “Otra de sus grandes ventajas es la de que no nos persiguen porque, clavadas a una silla de la que no han de moverse, les es imposible ir tras los pasos de su amante, como hacen las damas de la alta sociedad”, escribió Musset en Mimi Pinson. “Se las puede contentar saciando sus deseos con un vaso de cerveza y un cigarrillo, cualidad preciosa que muy raramente se da en el matrimonio”.
Además, como puntualiza Patricia A. Tilburg, a pesar de diferenciarlas por su identidad profesional, rara vez se las representaba trabajando. Lo habitual era recrearlas en escenas románticas con su amante. “En arte, como en la vida, la grisette era objeto de explotación, susceptible de ser tratada como nada más que un elemento de atrezo en un drama masculino”, sopesa Daniel Cottom. “Ya fuera que ese drama en un momento dado implicase admiración, lágrimas o miradas lascivas, seguía estando subordinada a sus fines”.
Las grisettes en la moda
El término a finales de s. XIX ya puede rastrearse en páginas de Vogue gracias a las crónicas de París firmadas por mujeres de la aristocracia. Por ejemplo, en 1896 la condesa de Champdoce se hizo eco de una tendencia de decoraciones florales en la capital francesa que inundó el guardarropa, no solo de las más acaudaladas: “Pequeños ramilletes de prímulas o lirios del valle se prenden al corsé de cada grisette o dependienta que una se cruza por las calles”, escribió en abril de aquel año.
Las referencias a esta figura también pasaron por el nombre que los couturiers dieron a sus diseños. En la década de 1910, casas como Premet o Lelong bautizaron así a vestidos con un punto nostálgico, que se inspiraban en estilos de décadas anteriores. Más literal (y literaria) aún en sus referencias fue Jeanne Lanvin, que en 1915 partió de la vida bohemia de Murger para dos creaciones, una de ellas denominada Musette, en honor a otro de sus personajes.
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