Hace mucho, en un reino lejano rodeado de montañas y rumores, vivía un rey sabio pero temeroso. Su mayor inquietud no era el hambre ni la guerra, sino una predicción hecha por un astrólogo famoso:
“Majestad, vuestra vida será breve. La muerte os alcanzará antes de lo esperado.”
Desde aquel día, el rey no volvió a dormir en paz. Mandó doblar la guardia, cambiar sus hábitos, evitar ciertos alimentos y hasta interrumpió celebraciones por miedo a que fuera su último día. Pero por más que se cuidara, la sombra de la profecía lo acompañaba como un perro fiel.
Un día, su caballero más leal —un hombre de pocas palabras y muchas hazañas— decidió acabar con aquella angustia.
Pidió audiencia y presentó ante el trono al propio astrólogo, ya viejo y encorvado. El rey se removió inquieto, pero el caballero habló con firmeza:
—Sabio de las estrellas, dinos ahora: ¿cuándo morirás tú?
El astrólogo, tras un breve silencio, respondió con serenidad:
—He leído los signos, y todo indica que me queda aún mucha vida. Viviré largos años más.
En ese instante, el caballero desenvainó su espada y, sin decir palabra, decapitó al astrólogo.
Un silencio denso se apoderó del salón. El rey palideció. El caballero limpió su espada, la envainó y se volvió hacia él:
—Majestad, podéis estar tranquilo. Se equivocó.
El rey, por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
Desde entonces, en aquel reino nadie volvió a predecir nada... excepto el clima. Y también fallaban.