De la ciudad de Valencia a El Palmar, capital de La Albufera, hay 30 minutos de trayecto en línea recta por carretera. Un camino de costa flanqueado por hanegadas de naranjos y marjales de arroz con el agua dormida a la espera de la siega de septiembre. El verde del arrozal dispensa un armónico damero de flúor y al fondo la línea del mar. Mientras se exhibe manso el Mediterráneo a un lado, al otro el campo se hace fuerte. De todas las Valencias posibles, esta es la que aloja de manera más singular un enigma y un arraigo fronterizo. La Albufera es una isla anómala, caprichosa, imprevista. La Albufera es un lago con leyendas, obsesiones y el privilegio de estar un poco fuera y dentro del mundo. Algo más de 700 almas viven en El Palmar y manejan unos códigos propios. La mayoría son descendientes de pescadores y las casas aún queda alguien dedicado a la pesca en la laguna costera. Viven un poco de entre dos aguas: la del mar y la otra.
Antes de entrar en el pueblo, a la derecha, haciéndose sitio en la carretera minúscula y a pocos metros del mirador del Saler asoma una barraca dormida en el vapor vegetal que desprende La Albufera al amanecer, alimentada principalmente por los ríos Júcar y Turia. La barraca tiene el techo a dos aguas (simulando los de cañas y barro) rematado con una pequeña cruz. Pertenece a la Cofradía de Pescadores de El Palmar y demarca uno de los 60 puestos de pesca fijos de la zona. Este se llama el Perellonet Nou y lo explotan tres matrimonios, pero algo lo distingue del resto: las tres mujeres de esos tres matrimonios son o fueron pescadoras. Pioneras que tumbaron hace poco menos de dos décadas una malformación histórica extendida por más de siete siglos: aquella norma por la que se impedía a las mujeres pescar en La Albufera. Desde el año 1275 al 2008 fue así. Hijas o nietas de pescadores, algunas casadas también con hombres del oficio. Conocen el temperamento de este lago, saben de los días buenos para la anguila y de los lugares propicios para ir al mújol, también por dónde entra al agua dulce la lubina o qué mornells convienen al cangrejo azul. Lo saben todo, pero no les permitían aplicarse. Ni a ellas ni a decenas de generaciones de mujeres que favorecieron estas tierras antes que ellas.
Las tres pescadoras del puesto del Perellonet Nou acabaron con la invisibilidad histórica entregando retales de vida en favor de su causa y asumiendo fatigas sucesivas: Carmen Serrano (66 años), Vicenta Peris (67) y Teresa Chardí (69). Ellas, junto a Elena Marco (81), fueron algunas de las primeras demandantes del derecho a la pesca de las mujeres de El Palmar. Era 1998 y aquella osadía les puso a más de medio pueblo a la contra.
A las 8.30 de la mañana, Carmen Serrano, con pantalón de aguas y las botas recias, coloca algún mornell en la zona acotada de su zona de pesca. A bordo de un albuferenc (barca plana, sin quilla, estrecha, diseñada para navegar en aguas poco profundas) faena con su marido, Lluís. Él maneja la percha con la que se guía la embarcación, una pértiga de madera de haya o nogal o pino. La nave se impulsa desde los brazos y después con todo el cuerpo. Carmen es maestra jubilada. Lluís, matemático también en la jubilación. Esta mañana llevan unos 25 kilos de cangrejo azul en tres capazos: "Poco", dice Carmen. "Esto ha bajado mucho en los últimos años. A la anguila no se va hasta octubre y también escasea. Ahora sacamos algunas llisas (mújol) y estos cangrejos, que son preciados... Después del desastre de la Dana aún tiene que mejorar el lago... Pero la alegría mayor es estar aquí con los derechos reconocidos. Hemos corregido la injusticia que sufrieron nuestras antepasadas. Mujeres que durante siglos fueron invisibles, aunque conocían a fondo la pesca como los hombres. Ellas hacían las redes, preparaban las artes, llevaban el pescado a la lonja para pesarlo... Lo hacían todo, menos pescar y poder vivir de lo que pescaban". Los cangrejos azules, especie invasora, se mueven nerviosos y chocan los caparazones unos contra otros armando un claqué inquietante. Si alguien se asoma al capazo levantan con desafío las pinzas recias como aviso.
Carmen, Teresa, Elena, Vicenta y las demás se rebelaron. Durante años mantuvieron la dignidad más allá de tantas afrentas. En El Palmar su reivindicación fue un estigma. A casi todos les parecía un disparate que pidiesen sitio, igualdad de trato, justicia, sencillamente poner La Albufera en hora con el siglo XXI. A los maridos de estas pioneras los expulsaron de la Cofradía de Pescadores, por cómplices. Más de medio pueblo les dio la espalda. Una mujer debía permanecer en la retaguardia del lago, como se ha hecho toda la vida. Faenar era cosa de hombres, no hay más. Antes de que ellas prendiesen las protestas a mediados de los años 90, sólo hay noticia de una mujer con la misma intención y coraje, pero demasiado anticipada. Era María Calomarde. Allá por 1850 quedó huérfana y pidió conservar la licencia del marido difunto. No lo aceptaron. "No tuvo más opción que ser redera, coser redes y aparejos", dice Carmen Serrano. Redera como lo fue la Abuela Felipa, ciega y tejiendo con arte finísimo malla de pesca.
El Palmar, en el corazón del Parque Natural de La Albufera, tiene una identidad hecha del agua dulce del lago y del salitre del Mediterráneo. El pueblo está en la raya que separa un mundo de otro. A esta lengua de tierra le dicen Devesa. Hasta los años 50 era un espacio de barracas, de carros y mulos, de calles de arena, a la manera de las páginas de Vicente Blasco Ibáñez. Las mujeres dentro, los hombres fuera. Un territorio hipnótico, duro, de mucha fatiga, bien surtido de leyendas, con tardes almibaradas y crepúsculos llenos de murciélagos. Al atardecer la luz del sol dibuja en el horizonte un tendal de aves que se abalanzan entre los cañaverales. Gaviotas, patos colorados, garcetas, tarros, fochas, zampullines. Hasta los años 70 aún se vivía bien de la pesca. Pero también aquí la realidad se ha degradado. "En lo que llevamos de 2025 la captura de anguila no pasa de 6.000 kilos. Hace 40 años podían ser 25.000 tres o cuatro jornadas. Todo ha decaído mucho", explica Amparo Aleixandre, secretaria general de la Comunidad de Pescadores El Palmar. "Si la laguna sobrevive es porque los pescadores la cuidan, porque respetan su riqueza natural y la favorecen. Sin las gentes que han dedicado sus vidas a La Albufera en estos siete siglos y medio probablemente habría desaparecido". Ahora la pesca no es sustento, sino complemento. La contaminación ha hecho su mala parte.
La propiedad de este espacio es del Ayuntamiento de Valencia desde 1911, cuando la laguna y alrededores perdió su condición de finca de esparcimiento de la monarquía. Los pescadores pagan un canon por el arriendo de estas aguas continentales. La única lonja para el comercio de las capturas está en El Palmar. En el verano, a pleno sol, las calles amanecen punteadas de mesas de restaurante donde comer all i pebre de anguila, paellas cocinadas a la leña -con fuego violento al principio y sosegado al final- hechas con granos de la variedad bomba, pato, anguila, pollo y abundantes verduras, de sabor rotundo, también arroces marineros, suquet y calderetas de pescado, esgarraets... Las cocineras, tradicionalmente, fueron las mujeres.
Alrededor de una mesa repasan sus vidas y batallas, Elena Marco (la tía Elena), Teresa Chardí y Carmen Serrano. Son las 10.40 de la mañana. La jornada de pesca acabó por hoy. Hay 40 mujeres con licencia en la Comunidad de Pescadores de El Palmar. Hasta llegar aquí invirtieron años, energía, dinero en abogados, tiempo en viajes, noches de insomnio. Sólo reclamaban el derecho legítimo a ejercer el oficio de sus abuelos, de sus padres, de sus hermanos. Abre turno Tía Elena, habla con una pausa elegante entre frases: "Desde niña ayudé a mi padre en el oficio: conocía los aparejos necesarios para cada tipo de captura, aprendí a repararlos, llevaba el pescado a la lonja para el pesaje, conozco La Albufera como cualquiera de ellos y me gustaba pescar, pero no me dejaban. Mi padre me decía: 'Tendrías que haber nacido chico'. Ni una semana dejaba de recordármelo... Mi vínculo con la laguna es muy fuerte... Tanto que mis padres me concibieron en un albuferenc una madrugada en que venían con mi hermana mayor, aún bebé, cruzando La Albufera de Catarroja a El Palmar". Y sonríe tímida tras el relato. Es la veterana entre las pioneras.
Ahora habla Teresa Chardí, propietaria del restaurante La Casota: "La Albufera es nuestra vida, nuestra memoria y nuestras raíces. Estamos cerca de la ciudad de Valencia, pero siempre hemos funcionado como isleños. Somos isleños y eso determina un carácter. También desde niña ayudaba a mi padre con las artes, pero falleció pronto y el derecho a pescar lo heredó mi hermano. Me casé con uno de aquí que no era pescador, pero tampoco podía ir con él. Ahora, cuando veo a mi hijo regresar de la laguna pienso en cuánto nos ha costado que nos reconozcan. Y en ese tiempo, 30 años de lucha, nos hemos hecho viejas. He podido disfrutar poco de pescar. Ya no puedo salir por mis problemas en este brazo. Pero al menos hemos corregido una injusticia de siete siglos. No está mal. Y tengo claro algo: habría sido la mejor pescadora del lugar. Era muy buena. Y manejé bien todos los aparejos: mornell, petardos, palangre, redes planas...".
Y vuelve Carmen Serrano: "Pero al menos podemos disfrutar de lo conseguido después de tanto sacrificio. Hasta hemos tenido manifestaciones contra nuestra reivindicación en las puertas de las casas. Había mujeres mayores que en secreto nos animaban en la lucha, pero a escondidas. Otras nos llamaban locas. Y los jóvenes, entonces, tampoco apoyaron mucho. Empezamos con el 'lío' en 1994 y hasta 2008 no tuvimos la sentencia favorable a nuestra segunda demanda... Cuando pudimos salir solas en un albuferenc fue maravilloso. Salíamos, por ejemplo de noche. El cielo era entonces un espectáculo. Ahora hay demasiada contaminación lumínica... Pescar en La Albufera también es un arte. Saber navegar por aquí y entender el lago es un oficio de vida". Vencieron el machismo terco. Y ese triunfo se les nota.
El de la pesca es un oficio de secretos, de medias voces, de callar lo que se sabe. La pericia de los mejores es un morse difícil de descifrar. El Palmar, único núcleo urbano de la comarca de L'Horta donde aún quedan barracas habitadas en una misma calle, es desde hace tres décadas un atractivo turístico de Valencia. Los restaurantes, los paseos en barca, las calles de agua, la viveza de este territorio de gente abnegada donde el aire cálido tiene a rachas unas extrañas grecas de plata, de lo fuerte que golpea el sol.
La Dana de 2024, la tragedia de los 224 muertos, también lanzó su zarpazo por aquí. "Durante más de un mes no se pudo salir a pescar", dice Carmen Serrano. "En nuestro puesto del Perellonet Nou estuvo durante un mes la UME [Unidad Militar de Emergiencia] buscando cadáveres de gente arrastrada por las riadas". Bajó feroz el agua desde el barranco del Poyo, después de arruinar Catarroja, Alfafar o Massanassa. "Además del desastre humano, la catástrofe ecológica fue enorme. En La Albufera la riada depositó todo lo imaginable. Poco a poco se ha recuperado, pero aún tiene que mejorar".
A las 12.36 pasan por la lonja y al grupo reivindicativo se unen otras mujeres de la directiva de pescadores: María Soler y Silvia Quilis. "Este es el olor de toda mi vida", dice la Tía Elena. Es el aroma húmedo y penetrante del pescado crudo. Caminan con la dignidad alta de quienes ha logrado hacerse sentir a plena luz, fuera de las tinieblas. Las mujeres de El Palmar que dieron la batalla por ellas, por todas. Por la fatiga y la belleza del oficio de echar la red al agua.
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