Zsadist
Zsadist fue de los primeros en cruzar el umbral. El chirrido de la barrera al abrirse le sonó a vísceras desgarrándose. Dentro, la celda apestaba a humedad y polvo. Los ojos recorrieron la mesa, los libros, las runas grabadas en las paredes como cicatrices en piedra.
No dio un paso más. Se quedó quieto, la respiración contenida, los sentidos afilados. Giró la cabeza apenas un par de grados, como un animal que olfatea el aire.
El silencio era demasiado absoluto. Como si alguien lo hubiera fabricado a propósito.
“Algo no me huele bien” —gruñó, casi para sí mismo.
Se pegó a la pared, el cuerpo en tensión, escuchando con paciencia de cazador. Cada goteo de agua, cada crujido en la piedra podía ser una trampa disfrazada. La Glock descansaba en su mano como una prolongación natural del brazo, el cañón recorriendo despacio las sombras mientras él las peinaba con la mirada.