Noche de verano a las puertas del Teatro Príncipe. Un grupo de jóvenes baila en círculos al son de una música escandalosa. De pronto, una figura emerge de las sombras e interrumpe la fiesta al grito de «¡pecadores!» y «¡criminales!». La estampida se dispersa por las aledañas calles de Lavapiés. Uno de los músicos, con la guitarra colgada del cuello, es apresado y trasladado a la Sala de Alcaldes, donde será juzgado por incitación al baile de una danza prohibida. Estamos en el Madrid cortesano de finales del siglo XVI y la zarabanda se paga con 200 azotes y seis años de galeras.
A miles de kilómetros de distancia, transcurridos ya 400 años, en las barriadas rurales de Puerto Rico y Panamá se produce una rara fusión de estilos musicales a partir del reggae jamaicano y el hip-hop de raíz latina. Sus hipnóticos ritmos se propagan como la pólvora por todo el continente y llegan a Europa bajo la etiqueta de reguetón. Lo demás es historia reciente: la de un género musical tan denostado y maltratado por la crítica como pegadizo y salvífico para la industria discográfica. Un baile subversivo que se ha abierto paso a través de la desmemoria, el prejuicio y la censura.
«Aunque sería muy aventurado establecer un vínculo entre la zarabanda y el reguetón, en cada época los moralistas de turno han tratado de prohibir, sin demasiado éxito, los bailes que consideraban alegres, lascivos o deshonestos», explica Álvaro Torrente, catedrático de musicología y director del Instituto Complutense de Ciencias Musicales. «La diferencia fundamental entre el perreo y las danzas eróticas barrocas es su métrica en dos tiempos, más repetitiva y machacona que el compás ternario de la zarabanda, cuyos orígenes algunos sitúan precisamente en las costumbres criollas de América».
El problema no atañe tanto al pentagrama como al papel que juegan las letras en la ecuación. «Se conjugan aquí dos factores», advierte Eduardo Viñuela, profesor de musicología de la Universidad de Oviedo. «El contenido explícitamente sexual puede resultar ofensivo para determinados colectivos, pero opera al mismo tiempo un componente clasista, xenófobo y hasta aporofóbico respecto al acento, la ropa, los modales y la procedencia humilde de estos artistas». Y continúa: «Existe una especie de consenso que atribuye erróneamente al reguetón todos los males de nuestra sociedad».
Es algo que afecta al conjunto de subgéneros y estilos vertidos en el cajón de sastre de la música urbana llamada «pan-latina», donde se incluye el trap de C Tangana, reguetonero ocasional y cuyo tema Demasiadas mujeres derivó en la cancelación de uno de sus conciertos en Bilbao. «Ya puestos, ¿por qué nadie pone el grito en el cielo con canciones que siguen sonando, como Carolina de M-Clan, Sí, sí de Los Ronaldos, Soldadito marinero de Fito o Toda de Malú? Muy sencillo: porque pensamos que esos temas son nuestros y el reguetón tan sólo una mala influencia venida de fuera», dice Viñuela.
TONO Y CENSURA
Este contradiscurso ha encontrado aliados incluso dentro del feminismo, una de cuyas corrientes defiende el perreo como herramienta de empoderamiento. «En un contexto en el que las mujeres sólo podemos hablar de sexo de manera solapada y romántica, este baile se convierte en una forma de resistencia y autoafirmación contra el concepto de male gaze [el dominio de la mirada masculina]», sostiene Catalina Ruiz-Navarro, periodista y autora de Las mujeres que luchan se encuentran (Grijalbo). «También el vals en su día fue un baile de cortejo, pero para la moral europea y el neopuritanismo imperante el movimiento del culo y las caderas constituye un escándalo pecaminoso». Y añade: «Every breath you take de The Police es tan machista como algunos temas arrabaleros de Maluma. Claro que ellos son británicos, blancos y muy cooles».
El color, en su acepción ideológica, no siempre resulta esclarecedor. Hace cuatro años, el Gobierno de Cuba prohibió por decreto las «expresiones vulgares, banales y mediocres» del reguetón, que desde entonces ha dejado de sonar en lugares públicos. Del otro lado de la balanza, José Juan Franco Rodríguez, alcalde conservador de La Línea de la Concepción, en Cádiz, lo erradicó de las tradicionales casetas de la feria del Domingo Rociero, donde sólo estaba permitido el consumo de sevillanas y música flamenca so multas de hasta 700 euros. Son sólo dos ejemplos que plantean una interesante disyuntiva: ¿criticar el reguetón es de carcas o de progres?
Los prejuicios hacia el latino, la defensa de la pureza cultural sin mestizajes y el esnobismo musical podrían haber encontrado pareja de baile en los ataques a este género musical que profieren el feminismo de la corrección política y la izquierda woke. ¿En qué punto exacto la fuerza liberadora de los contoneos de Shakira pagando sus muchas facturas pendientes con el fisco al ritmo de Perro fiel transmuta en una repulsiva e intolerable cosificación del cuerpo de la mujer que incita a la violencia sexual? La respuesta está, por supuesto, en el ojo de quien observa.
PERREO ELECTORAL
Si las cosas de palacio van despacio, en los mítines todo transcurre más bien Despacito. El hit de Luis Fonsi se ha escuchado en actos políticos de Donald Trump y Pedro Sánchez, ambos al acecho del voto joven y latino. También Michelle Bachelet y Joe Biden recurrieron al reguetón en sus campañas. Por no hablar del perreo que se marcó en una emisora de radio Mónica García o del concierto de Henry Méndez al que asistió Isabel Díaz Ayuso. De las dos se dijo de todo y lo contrario en redes sociales a propósito de la naturalidad y los límites del humor, de la poscensura y la apología del machismo.
También los repositorios de tesis doctorales se atascan en un empate técnico. De un lado, ensayos sobre el etnocentrismo musicológico, la falacia de la superioridad de la música culta frente a los géneros bailables, la internacionalización del español y el apogeo de la cultura latina en el mundo. Del otro, cuestiones ligadas a la perspectiva de género, neoperreo y teoría queer, desigualdad, heteropatriarcado y el cuerpo femenino como campo de batalla. Como los macarrones rellenos de bicarbonato de Groucho Marx (que curan el ardor que provocan), la gasolina del reguetón enciende y quema.
REGIÓN PRIMITIVA
Y, así, ardieron las redes, hace solo unos días, cuando el neurocirujano Jesús Martín-Fernández, del Hospital Universitario Nuestra Señora de la Candelaria de Santa Cruz de Tenerife, dio a conocer los resultados de su último estudio, según el cual el reguetón registra mayor actividad neuronal que la música clásica, la electrónica y el folk. «Estimula una región primitiva del cerebro, los ganglios basales, que se encargan de modular la postura e incitar al movimiento», celebraba el especialista. «Quizá algún día esta música se pueda emplear en terapias para paliar enfermedades degenerativas...».
Todo lo que siempre quisimos saber sobre esta música, y quizá nunca nos atrevimos a preguntar, está contenido en Reggaetón. Una revolución latina (Liburuak) del periodista Pablito Wilson. «No hay género que haya pasado por un periodo de transgresión y polémica: el rock, el punk, la música disco y hasta el tango», arguye el autor. «Hoy el reguetón es el rey de las pistas y listas de éxitos internacionales, por lo que el destape generacional es hasta cierto punto normal. El siguiente paso será empezar a llamar a las cosas por su nombre, como ya ha hecho J Balvin al referirse a este género como nuevo pop».
Ahí podría anidar el germen de los muchos desafectos que ha cosechado por parte de la industria (empezando por los desdeñosos Grammy Latinos) y algunos de sus artistas más consagrados, como Dani Martín («preferiría morir antes de hacer una canción reguetonera», publicó en su cuenta de Twitter), Mikel Erentxun, Leiva, Maná, Santiago Auserón, Pablo Milanés, Bunbury, Joaquín Sabina, Gustavo Cerati, Residente... Especialmente controvertidas fueron en España las declaraciones del pianista James Rhodes. «¿Vamos a escuchar a Bad Bunny en dos o tres siglos como hacemos hoy con Bach, Chopin o Beethoven?», se despachaba en una entrevista. «Pues no, ni de coña».
Más que odiosa, la comparación se antoja improcedente. La prueba la encontramos en el éxito de las sesiones after con DJ que desde hace algunos años se celebran en La Scala de Milán, el Met de Nueva York, la Ópera de París y el Teatro Real de Madrid al final de las funciones. «Son géneros diferentes pero perfectamente compatibles», apunta Guillermo Ortiz, pianista y músico formado en el conservatorio, melómano, aficionado a la ópera belcantista y DJ de la sala Pirandello de Madrid, donde ha llegado a pinchar repertorio clásico, como un Can-Can tecno de Offenbach y la beethoveniana bagatela Para Elisa mezclada con beats.
Hay tres temas que nunca fallan: Tití de Bad Bunny, Dónde están las gatas de Daddy Yankee y Nueva York de Bad Gyal. «Si comparas los primeros puestos del top 50 de Billboard y la Rolling Stones de la última década te das cuenta de que el reguetón no sólo manda sino que ha experimentado una evolución en cuanto a calidad y estilo, con influencias en otros géneros que se han aprovechado de su pujanza», confirma. «El catálogo es tan inmenso que el periodo de vigencia de algunos éxitos apenas dura unos meses. Eso no es malo. Quiere decir que se hace mucho y cada vez mejor».
LA MALA PRENSA
Entonces ¿por qué la prensa especializada no ha prestado suficiente atención a este fenómeno? «Se barajan diferentes teorías», interviene el perreólogo Wilson. «Por un lado, los prejuicios que todos albergamos en algún momento, yo el primero. Luego está la cosa purista y el postureo de los entendidos, que prefieren seguir hablando de Oasis en 2023. Y también el antichovinismo hispano a rebufo de los prescriptores de la cultura anglosajona. Pero el signo de los tiempos está cambiando...». Sus detractores, vaticina, tienen la batalla perdida. «El reguetón se consume en las discotecas, pero también en la política y hasta en las series de Netflix. Ha llegado para quedarse».
https://www.elmundo.es/la-lectura/2023/07/27/64c281a0e85ece55568b4572.html