Rachel y Elijah
En las profundidades del cementerio, donde antiguas lápidas se yerguen como sombras bajo la luna, y el helado viento de otoño susurra secretos entre los muertos, Pete avanza, ignorando por completo las palabras susurradas de Rachel y Elijah. Sus pasos, amortiguados por la tierra húmeda, lo llevan más allá, con solo el haz tenue de su linterna cortando la oscuridad.
De pronto, se detiene, un dedo sobre sus pálidos labios, congelando a sus compañeros en el acto. A unos veinte metros, frente a un árbol tan viejo como el tiempo, sus ramas retorcidas y desnudas arañando el cielo nocturno, hay una figura. De espaldas a ellos, inmóvil, observa el árbol con una intensidad perturbadora. Su presencia es un susurro en la brisa, una sombra que parece absorber la luz misma, y en el aire se cierne una sensación de desesperación inminente. La figura no emite sonido alguno, pero su silencio es ensordecedor, un vacío que amenaza con devorar todo lo que le rodea.