Los comidistas estamos aquí para informarte de que los ultraprocesados son peores que Donald Trump para la salud, la verdura hay que comerla al punto, el pan bueno es el artesano, la cerveza no es sana y el vino no adelgaza. ¿Significa eso que, cuando nos quitamos el traje de periodistas y divulgadores, no nos comemos de vez en cuando una bolsa de las patatas a la vinagreta más guarras del súper, le damos al alpiste eventualmente y podemos sentir una calidez que nos esponja el corazón mordiendo el insulso pan de molde con el que nos ponían la tortilla francesa todos los domingos cuando éramos niños?
La respuesta es obvia: no. Los comidistas también tenemos gustos rarunos, obsesiones gastronómicas que rozan lo obsceno y taritas varias muy poco canónicas con las cosas del comer. Hoy os contaremos unas cuantas del núcleo duro del equipo y, para sentirnos un poco menos basura y más acompañados, también las de otros especialistas en gastronomía, conocidos y colaboradores habituales.
“La tortilla de patatas al estilo de Betanzos es un horror”
La primera en la frente, de la mano del jefe de todo esto Mikel López Iturriaga y estampándonos a todos su opinión en la cara como una tortilla sin cuajar. “Igual en Betanzos las hacen muy bien, no digo que no, pero las imitaciones que han surgido en todo el país son sopa de huevo batido crudo con patatas flotando, no tortilla”, asegura López Iturriaga sin miedo a enfurecer a las hordas betanceiras. ¿La indignación te ciega? Espera a descubrir la opinión del Amado Líder sobre la lasaña: “Es el plato italiano más sobrevalorado, que en la mayoría de los casos no pasa de ser una plastorra formada por capas de pasta pasada y relleno que lucha por saber a algo entre tanto tomate y tanto quesazo fundido”. Si estás a punto de autocombustionar de rabia, refúgiate en el vicio secreto de nuestra compañera Carmen López, que te arrullará como una canción de cuna: “Me encanta la mezcla de patatas y huevos batidos de la tortilla cruda, siempre me como un poco antes de echarla en la sartén”. ¿En el tema huevos: militáis en el equipo de López Iturriaga o en el de López a secas?
Cerveza industrial > cerveza artesana
“A mí me gusta mucho más la cerveza industrial que la artesana. ‘Pues eso es que no te gusta la cerveza’, me dicen. ‘Pues lo dudo porque bebo cerveza a menudo’”, responde nuestra compañera Inma Garrido. Además, prefiere cualquier industrial antes que una artesana, que tiene un montón de sabor a lúpulo y, sin haberlo probado, le recuerda al sabor potencial de un licuado de marihuana. “Las únicas artesanas que puedo tomar sin hacer muchos ascos son las que tienen un sabor más ligero, pero vamos, que si me dan a elegir entre una artesana y una Cruzcampo, disfruto más el sabor de la Cruzcampo, sin ser yo fan de esta cerveza en concreto: prefiero la Mahou, Estrella Galicia, Voll-Damm o Coronita, por ejemplo; me parecen muy buenas”.
“La pizza con piña es una delicia”
Abramos ya este melón: dejadnos a la gente de bien salir del armario de la pizza con piña y liberarnos de la opresión de los puristas que aseguran que es “masa con cosas” (que tal vez lo sea, pero es masa con cosas deliciosas, circulen, nada que ver). Entiendo que no entre en la denominación de la verace pizza napoletana, pero frente a esa imbatible combinación de dulce, salado, crujiente y untuoso -cuando está bien hecha- me paso la veracità por la puerta de San Genaro. Carlos Román, recetero comidista en excedencia, va un paso más allá: “Me gusta de cualquier tipo, la guarra de pizzería de barrio o la fisna, con jamón bueno puesto a última hora sobre la pizza y láminas de piña a la plancha”.
Fast food = fast good
La Defensora del Cocinero, Marta Miranda, confiesa su vicio gastronómico mientras se golpea con un cilicio elaborado con alitas del Kentucky Fried Chicken. “Todas las semanas, en un día fijo, me reúno para comer con un grupo de amigos. La condición para escoger el sitio es que sea muy barato y que se coma muy rápido, que hay que volver a casa a seguir trabajando sin tiempo que perder”. Esto les sitúa en cadenas de hamburguesas, de pollo frito, bufés de sushi, restaurantes de pokés o cadenas de comida italiana de esas que hacen la carbonara con nata. “Sé que son méritos suficientes para que se me retire el carnet de comidista, pero la vida de autónoma es muy de ermitaña y esa cita semanal es un bálsamo para ver a otros seres vivos y recordar lo que es una conversación”. Amén, hermana.
"Odio la patata en todas sus formas, excepto si son las del McDonald's"
Si os parece que el comidista más filoasiático, Alfonso D. Martín, empieza fuerte, esperad a leer lo que viene a continuación: "La lechuga me sabe mal con tenedor y suelo comerla con palillos por esto; y la textura del tomate y la lechuga juntos me resulta asquerosa, pero le pongo tomate a la ensalada por el sabor que deja en la vinagreta". ¿Aún os quedan uñas? A Alfonso tampoco le gusta el queso que sabe a queso ni los frutos secos. "Y cuando era pequeño le ponía pimienta negra molida a todo, incluyendo las bebidas: si era Coca Cola, le ponía pimienta y almejas. Acababa malo del estómago cada dos por tres". Quién lo podía sospechar...
“El sushi está sobrevalorado”
A nuestra compañera coctelera Mar Calpena no le tiembla la mano, y pone en tela de juicio una de las preparaciones más populares -y más vilipendiadas- de la última década. “Repitan conmigo: el sushi está sobrevalorado. Sí, puede estar muy rico, pero si no es excepcional, no deja de ser arroz blanco apelmazado con un trozo de pescado. Gran bostezo”. Antes de lanzarnos a la yugular, hagamos el ejercicio de recordar cuándo fue la última vez que comimos un sushi realmente bueno: después de recordar lo que costó tragar aquel pegote infame de oferta que comimos un domingo de resacuza, es posible que le demos la razón.
Jordi Luque, que solía ser nuestro crítico gastronómico hasta que nos enteramos de lo suyo, también reconoce tener una extraña relación con el sushi de batalla, fruto de una etapa de su vida que seguramente prefiere olvidar. “Durante un periodo bastante dilatado de mi vida me alimenté casi en exclusiva de arroz blanco, pasta de wasabi y atún claro en aceite vegetal”. Hoy ya no lo hace porque tiene que dar "algo de ejemplo" a sus hijos, pero cuando come en la oficina suele darle al sushi preparado. “Casi lo mismo que cuando era un pervertido gastronómico, solo que mucho más caro”.
La obsesión por el mejillón
Abel López se quita la careta de respetable padre de familia y realizador y director creativo de Unto, productora de los vídeos de El Comidista, y reconoce que debería ir pidiendo una cama -de las que tienen correas- en la Betty Ford. “Soy adicto a los mejillones en escabeche, creo que he probado todas las marcas poniendo a prueba mi estómago en una misión suicida. Mi perversión privada y absoluta es la mezcla de mejillones es escabeche con rúcula o espinaca y parmesano, puede ser en ensalada, bocadillo o como aliño de un puré. Sé que esto se llama adicción, pero es que me explotan las papilas gustativas y me pone todo cochino”. Mientras le llaman dos señores con bata blanca “para una cosita”, le da tiempo a confesar que también a veces le añade mayonesa, chipotle o otras marranadas (llega un tercer doctor).
“Las croquetas son un asco”
Existe al menos una persona en el mundo a la que no le gustan las croquetas, y la tenemos más cerca de lo que crees. Si tienes pensado intentar rebatir la opinión de nuestra jefa mundial de las Redes Sociales, Patricia Tablado, diciéndole que eso es porque no ha probado las de tu madre, tenemos una mala noticia. “Siempre que me dicen eso respondo: imagina que en vez de decir que no me gustan las croquetas de dijera que no me gusta la caca de perro. Seguro que no me insistirías para probar la caca de tu perro porque es especial, porque nadie la hace como él: vale ya con el croquetaexplaining”. Lo que no le gusta de las croquetas a Patricia es sobre todo la textura. “No sé por qué, me dan arcadas solo de pensarlo”.
“El café de máquina me gusta más que el de especialidad”
Que sí, que el café de especialidad de grano tostado en el Kilimanjaro es la expresión más pura de esta bebida ancestral. Que los baristas se parten las neuronas para encontrar el café perfecto y merecen un respeto. Pero para nuestro intrépido reportero Òscar Broc, donde se ponga el café de máquina de su oficina, que se quite todo lo demás. “Será porque mi organismo está habituado a ese café con leche que no es café ni es leche, un potingue con sabor a calcetín usado que a mí me sabe a gloria y me pone más que una anfeta intravenosa. Y me quito la careta: me gusta ese sabor industrial, siempre es el mismo, sabes a lo que vas, nunca te da menos. Sí al café de máquina a 40 céntimos la taza, qué demonios”.
“El chocolate malo está mejor que el chocolate bueno”
Nuestra dietista-nutricionista de cabecera, Raquel Bernácer, se manda a sí misma al rincón de pensar cada vez que analiza lo suyo con el chocolate. “No me gusta ni con leche, ni negro, ni con avellanas, da igual lo finísimo que sea… pero adoro el chocolate blanco, que sabemos que es una guarrindongada, que eso no es chocolate ni es nada pero a la que le quitas los sólidos del cacao -es decir, el amargor) y te quedas con la manteca, el azúcar y los sólidos de leche, mis papilas gustativas montan una fiesta”. Esperemos que la confesión no le cueste el número de colegiada.
La comida basura tiene que ser basura de verdad
“Tengo una relación de amor-odio con los nuggets, y soy consciente de que es un pastiche industrial que me quita años de vida cada vez que lo como”, se sincera nuestro representante astur, Rubén Galdón. “Pero me sucede que cuanto más guarro y más de marca blanca sea, más me gusta. Y no solo eso, es que normalmente me da acidez de estómago hasta una infusión de menta-poleo y los nuggets no me pueden sentar mejor. Si son de esos congelados que vienen con una bolsita de presunta salsa barbacoa, no le puedo pedir más a la vida guarruna”. Para rematar nos chiva que le pasa lo mismo con los rollitos de primavera congelados, y siento la urgente necesidad de saber qué opina de todo esto un especialista en aparato digestivo (y también un psicólogo).
“Tengo cucurbitaceofobia”
Nuestra responsable de producción y documentación Julia Laich odia casi toda esta familia, incluyendo la sandía, el melón y el pepino. “Solo me gusta la calabaza, pero no me mola nada el olor que tiene cuando está cruda. No soporto ni el olor ni el sabor, y además siento que lo invaden todo: no puedes quitarle el pepino a una ensalada y comértela, porque sigue ahí”, un sentimiento bastante generalizado en los pepinofóbicos. Por si fuera poco, a Laich tampoco le gusta el tomate crudo triturado: “Me sabe como a metal, no sé. No me gustan ni el salmorejo ni el gazpacho, y cuando digo esto en España me miran como si me perdiese la gloria”.
“Desayunar en la cama es una cerdada”
Para la editora de vídeo en UNTO, Sonia Cerezquita, el desayuno cuqui en la cama solo existe en la realidad paralela del cine cursi y los post de Instagram. “Estoy segura de que esa gente enrolla la bandeja en la sábana y lo tira todo al contenedor antes de probar bocado -muy mal- o deja la cama hecha un crumble para que la limpie otro (fatal)”, rebufa con bastante razón. “Gran idea manipular aceite, mermelada, pan y café sobre sábanas blancas: propongo seguir con un cocido con sus tres vuelcos”. No lo digas dos veces, que la comunidad de Instagram te acepta el reto rápido.
“La comida ‘con pelos’ está buenísima”
No nos referimos a ponerse un mechón de rizos en el bocata, todavía no tenemos a nadie con esos niveles de perversión por aquí (o por lo menos no se ha atrevido a confesarlo). Pero a Carlos Román le gusta comerse el melocotón con piel. “No es que lo tolere o no me importe, es que me gusta. Me pasa lo mismo con los plátanos verdes, de estos que parece que te llenan la boca de papelitos: me flipan”. ¿Lo hemos visto ya todo? No: le pasa lo mismo con las patatas crudas para hacerlas fritas o en tortilla. “Creo que es porque es lo único que he encontrado con una textura medio parecida a la jícama”, analiza. Nuestro consejo es que no lo intentéis en casa, especialmente si están verdes: pueden provocar un colocón mortal.
El trauma de la fruta
Hemos dejado para el final el testimonio de nuestro colaborador gallego ejerciendo de riquiño en Barcelona, Anxo F. Couceiro, porque más que una tarita gastronómica lo suyo es un drama bergmaniano en tres actos con un toque de terror estilo Lovecraft y tres nutricionistas llorando desconsolados por los rincones. ¿Preparados? Vamos: “Más que una opinión, lo mío es una manía incontrolable, una reacción física de repulsa a: la fruta. Me resulta especialmente desagradable compartir esta fobia porque sé que en El Comidista, en cuanto amigos de la divulgación, tenemos una agenda interminable de nutricionistas que otorgan a la fruta grandes poderes y, si leen esto, no podrán evitar sacarse las gafas, entornar los ojos, leer otra vez, emitir un sonido de desaprobación y negar la cabeza con muy científica condescendencia".
"Bien, yo no niego sus poderes, como tampoco repudio los efectos benéficos que sobre un dolor de cabeza pueda obrar un analgésico, pero, para mí, y siguiendo el enredo de esta torpe metáfora, la pasión frugívora que arrebata a la gente en verano se asemeja a un montón de gente masticando ibuprofenos como si fuesen caramelos llenos de agradable sabor. La fruta —toda, sin excepción— me sabe mal, a agua sólida bañada de colonia. Sé que cada pieza de fruta tiene un sabor distinto, pero también los botes de champús son diferentes los unos de los otros y no por ello deja de repugnarme la idea de beber a morro de ellos. No puedo evitarlo. De niño me mezclaban trozos de naranja o manzana o pera o plátano en la comida de verdad y me decían que era marisco. El truco de mis padres era siniestro porque yo, entonces, con 3 ó 4 años, no sabía lo que era el marisco, pero por algún motivo me intrigaba la palabra y picaba el absurdo anzuelo poco antes de vomitar como una Regan endemoniada".
"He intentado vencer esta maldición gitana de todas las maneras posibles, pero no puedo evitarlo. Y lo que es peor: la única excepción a la norma tras muchos años de reeducación en el gulag mental de tan dulce y asqueroso alimento es, para horror de los ya citados nutricionistas, que si leen esto nunca me cogerán más el teléfono cuando les pida consejo o citas en futuros artículos, el zumo de naranja, que al estar en deplorable estado líquido pierde las propiedades de las que tanto nos hablan los metaestudios y se convierte en un azucarado veneno metabólico. Pero así es, qué le vamos a hacer”.
Nuestros amigos también se las traen
Massimo Morbi, cocinero y copropietario de La Balmesina
“Mi antojo guarro es el queso de mierda, en Italia se llaman Formaggini y Sottilette y se parecen bastante a lo que aquí llamáis ‘quesitos’. ¡Me encantan! Los podría comer siempre, sin parar, y mientras los muerdo me parecen la cosa más buena del mundo. De lo mío con el pan con mayonesa y parmesano mejor hablamos otro día”.
Carmen Alcaraz del Blanco, periodista gastrónomica especializada en historia
“He aquí una confesión que hasta este momento sólo percibían los más avispados de mi círculo. Mi mayor rarunez no es el qué, sino el cómo. Desde que era enana, me zampo algunas preparaciones o platos siguiendo un orden íntimo y personal, que nada tiene que ver con un comportamiento obsesivo-compulsivo. O sí. O qué sé yo. La cuestión es que si los Windsor, Kyoto o internet gozan de su propio protocolo, pues yo también. Por ejemplo, siempre-always me como el croissant desenvolviendo su propia forma rectangular. Variación Kill Bill en los bikinis o sándwiches de pan de molde: primero los bordes. El huevo frito, de yema a puntilla. Y los flanes en vaso o los yogures con final feliz, no los mezclo, los abordo con delicadeza capa a capa. Y tan feliz, oye”.
Marta Martínez, ingeniera técnica de telecomunicaciones, creadora de contenidos digitales, Máster Universitario en Nutrición y Salud y autora del blog Mi dieta vegana
“A mi me gusta el quefu. No es queso, tampoco tofu. Hay gente que dice que sabe a goma de borrar Milán, pero a mi me gusta con pan: no sé como me puede gustar. Es la coña tipica de los grupos de veganos. Alguien dice: he comprado quefu. Y empiezan las bromas. De hecho es como raro decir que te gusta y está mal visto”.
Javier Marca, panadero al frente de Panic
El chocolate NEGRO es un asco, comparado con cualquier mierda azucarada de por ahí. Incluso el blanco es una delicia. Esa mierda negra, amarga se utilizaba para espantar mosquitos en la selva. Seguro. De verdad. Se lo untaban en los sobacos los indios. O los aztecas. 90% asco: dame una ele, dame una i, dame una ene, dame una de, dame una te… ¡LINDT CON LECHE!
Zoltan Nagy, especialista en vino y autor del libro Reinas de copas
“Odio que la gente use mal el vino para cocinar: el vino en Tetra Brick no es la solución para todas las recetas. No digo que necesitemos un Château Margaux 1962, pero tampoco el Don Simón de turno. El origen del producto, hará que ese plato nos lleve al cielo o que nos haga no poder digerir todo el sofrito barato que hemos preparado con todo el amor”.
Ana Belén Rivero, humorista gráfica
Me encanta el sabor indeterminado de los potitos (indeterminado porque sean del animal y la verdura que sea saben todos igual); eso sí, hay que echarle una poquita de sal. Es el estadio de vagancia máximo, pero me autoengaño quitándome culpabilidad ya que, como precocinados, no son muy calóricos. Lo hago estando de Rodríguez, a mi marido le daría un ictus si me pilla comiendo uno.
Iñigo Somovilla de Miguel, fotógrafo especializado en gastronomía
“No me gustan los huevos. A todo el mundo le gustan los huevos de todas maneras, y yo me tengo que sentir como un extraterrestre cada vez que sale el tema. ‘¿No te gustan los huevos?¿Ni las tortillas?¿Ni tampoco el huevo duro?’. No, señoras, no me gustan los huevos, ¡y no es tan raro, joder!”.
https://elpais.com/gastronomia/el-comidista/2019/07/04/articulo/1562257273_547068.html?ssm=TW_CM_ECD
Pizza con piña team.