La guerra de Crimea, entre 1853 y 1856, enfrentó a rusos y otomanos, a los que secundaron franceses y británicos. En juego estaba el acceso de los primeros al mar Mediterráneo a costa de un Imperio otomano en declive, algo que los occidentales no estaban dispuestos a tolerar.
Fue una contienda insólita, lastrada por planteamientos militares arcaicos en un momento en que la tecnología permitía una producción de armamento industrializada. Ejemplo paradigmático de esas contradicciones es la célebre carga de la Brigada Ligera, una de las acciones más inútiles y suicidas de toda la historia militar.
La acción se dio el 25 de octubre de 1854, en la batalla de Balaclava. Al alba de ese día los rusos avanzaron, tratando de echar al mar a los aliados y tomar el puerto. Su primera acción se dirigió contra las defensas turcas de las colinas de Voronzof, logrando ocuparlas a pesar de la dura resistencia.
A continuación, la caballería rusa atacaba en dirección al puerto, pero “la delgada línea roja”, la infantería inglesa dispuesta en doble fila (una primera de rodillas y una segunda en pie) y equipada con sus mortales fusiles, obligó a los rusos a retirarse.
Poco después, y para prevenir un nuevo ataque, el general en jefe británico, lord Raglan, ordenó a lord Lucan, el general responsable de la caballería, preparar la Brigada Pesada para repeler un nuevo ataque, cosa que hizo poco después.
Tras estas acciones, lord Raglan vio cómo los rusos trataban de llevarse los cañones ingleses que habían arrebatado a los turcos en las colinas de Voronzof. Decidido a impedirlo, ordenó al capitán Nolan, que también había iniciado su carrera militar en el ejército austríaco, llevar la siguiente orden a lord Lucan: “Que la caballería avance inmediatamente, persiga al enemigo y evite que se lleve los cañones. Hágase urgentemente”.
Cuando lord Lucan leyó la orden no la entendió, pues desde su posición no podía ver que los rusos se estaban llevando las piezas de Voronzof, y no sabía, por tanto, a qué cañones se refería. Pidió aclaraciones a Nolan, que, según los testigos, señaló a otra batería rusa al fondo norte del valle, a unos dos kilómetros y medio de distancia en línea recta.
Hay quien dice que Nolan, del cuerpo de húsares, engañó deliberadamente a Lucan, pues estaba convencido de la superioridad de la brigada ligera y de que era capaz de obtener cualquier victoria, lo que quiso demostrar en ese momento. Lo cierto es que Lucan quedó perplejo, pues nunca se daba la orden de atacar a la caballería sin la colaboración de la infantería. Pero en lugar de deliberar con su jefe, quizá porque había una enemistad manifiesta entre ambos, se dispuso simplemente a obedecer a regañadientes.
Informó a lord Cardigan, su cuñado y jefe de la Brigada Ligera, al que también odiaba profundamente, de la orden. Este mostró su extrañeza, pero Lucan no admitió réplica. Los dragones, lanceros y húsares que la formaban iban al suicidio a causa de unas instrucciones confusas y de la falta de deseos de comprobarlas.
Cardigan, sable en mano, hizo formar a sus 673 jinetes en tres filas y los lanzó al ataque. Él, vanidoso hasta la muerte, marchó delante de todos dando las órdenes y prohibió que nadie le sobrepasara. Conforme a los cánones, el avance se inició al paso, para luego pasar al trote y, por último, en los últimos doscientos metros, al galope, pues el objetivo era llegar al combate con el enemigo a la máxima velocidad posible.
Eran las 11.10 de la mañana y hacía un sol radiante. Al fondo del valle estaban las baterías rusas, contra las que avanzaban sin ninguna protección. Pero, además, las colinas que cerraban los flancos de la llanura, las de Vorontsov a la derecha y las Fedyukhin a la izquierda, también estaban controladas por el enemigo. Desde ellas podían disparar sus mosquetes y cañones contra la brigada que se adentraba en el matadero.
Por su parte, Lucan, viendo el suicidio al que iban sus hombres, mandó aminorar el paso de la Brigada Pesada, que debía cargar detrás de la ligera, y reservarla para proteger a los supervivientes. El espectáculo era tan formidable que dos oficiales piamonteses presentes como observadores se lanzaron también al ataque, a pesar de que su país aún no había declarado la guerra a Rusia, pues consideraban una descortesía dejar solos a aquellos oficiales ingleses con los que habían compartido la cena la noche anterior.
Mientras tanto, la artillería rusa, 32 bocas de fuego, esperó a que los jinetes enemigos se aproximasen. Por fin, a unos setecientos metros de distancia, abrieron fuego. Cada cañón tuvo tiempo de hacer nueve disparos de promedio. Primero fueron las balas las que abrieron siniestros huecos en las compactas filas de los jinetes. Con presteza fueron rellenados por nuevos hombres que se incorporaban sin mirar a los que habían caído, mientras sus monturas iban acelerando cada vez más el paso.
Tras las balas los rusos emplearon botes de metralla, y la primera fila de jinetes desapareció casi por completo. Pero la segunda y, sobre todo, la tercera fila, que era la que había sufrido menos bajas, tuvieron muchas dificultades para recorrer los últimos metros. Al fuego enemigo se añadían los jinetes y caballos muertos y heridos que sembraban el suelo, y una espesa humareda que hacía casi imposible vislumbrar los cañones contra los que cargaban.
Al final, tras 21 minutos de carga, los jinetes supervivientes alcanzaron su objetivo y buscaron el combate con los artilleros rusos, que se refugiaron debajo de sus piezas. Pero rápidamente tuvieron que regresar, exhaustos, ante la llegada de refuerzos enemigos sin poder capturar ninguna de aquellas.
En la retirada seguían siendo acribillados desde los flancos y, ahora, perseguidos también por los cosacos. Al pasar lista, de los 673 solo respondieron 195, de los que muchos estaban gravemente heridos. Entre estos últimos figuraba lord Cardigan, que tuvo una larga vida y volvió a Inglaterra con la aureola de héroe.
La batalla de Balaclava quedó en tablas y lord Lucan fue procesado por haber interpretado mal la orden, aunque años después sería rehabilitado e incluso alcanzaría el grado de mariscal de campo.
Muchos fueron los responsables de aquella matanza, todos dominados por una enemistad manifiesta que les impidió la comunicación, un necio orgullo y un espíritu de casta que de nada sirvieron ante los cañones enemigos.
Otra cosa también comenzaba a quedar clara, aunque muy pocos por entonces lo vieron hasta que quedó patente en la Primera Guerra Mundial: la caballería clásica, ante la rápida evolución del fuego, tenía sus días contados. Era el fin de una era.
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Los rusos, desde sus observatorios, no podían entender lo que estaba sucediendo. Tampoco lo entendían los aliados, como el general francés Bosquet, que exclamó: “C’est magnifique, mais ce n’est pas la guerre!”. Para tratar de aliviar en algo la suerte de esos jinetes, mandó a su caballería atacar las posiciones rusas de Fedyukhin, debilitando así el fuego que recibían desde el flanco izquierdo.
Raglan, al ver la alocada carga que no había ordenado y la matanza que se avecinaba, envió emisarios a todo galope para detenerla, pero no llegaron a tiempo. A los pocos minutos Nolan se aproximó con su montura a lord Cardigan; se especula con que quería advertirle de que el objetivo era la artillería de las colinas de Vorontsov, y no la del fondo del valle, pero una bala rusa le mató sin que llegara a hablar.