Todos
La Compañía del Unicornio avanza con cautela, las botas hundiéndose en la hojarasca húmeda, los ojos recorriendo cada sombra entre los árboles. El bosque calla, expectante. Luego lo ven.
El carromato yace volcado sobre un costado, su madera hinchada por la humedad, las ruedas hundidas en la tierra blanda. Lleva días ahí, inmóvil, abandonado a la intemperie. El cargamento, sea lo que fuera, ha desaparecido; solo quedan cajas destrozadas, sacos abiertos y un rastro de mercancía desperdigada entre los helechos. Todo saqueado. Todo vacío.
Y entonces, el hedor.
Primero es solo un matiz en el aire, un olor rancio que se mezcla con la humedad del bosque, pero cuando se acercan, golpea con toda su fuerza. Hierro y podredumbre. Muerte.
El conductor está junto a las ruedas, tumbado boca arriba en un charco de barro que se ha teñido de marrón oscuro. La garganta es un tajo negruzco, un corte limpio de oreja a oreja. Por las ropas, un mercader de cierta posición; por la expresión congelada en su rostro, un hombre que vio su final llegar demasiado rápido para reaccionar.
El guardaespaldas está un poco más allá. O lo que queda de él. Lo han empalado en un árbol con una lanza rota, el cuerpo ladeado como una grotesca marioneta sin hilos. El tronco ha absorbido parte de la sangre, oscureciendo la corteza con un tono casi negro. La lanza crujió, se partió bajo su peso, y ahora los dos fragmentos sobresalen, uno de su torso, otro del árbol.
No hay señales de los asesinos. Solo el bosque, quieto. Observando.