Todos menos Ronan
El sonido de unos pasos despreocupados anuncia la llegada de Edwin, quien, sin previo aviso, se deja caer en el sofá junto a Pizz, ignorando por completo la mirada perpleja del sirviente que aún vigila desde un rincón. Edwin coge uno de los pastelitos con una sonrisa satisfecha, mordiéndolo con evidente deleite.
Antes de que pueda decir algo, un pequeño lémur aparece de la nada, saltando con agilidad sobre su hombro y luego a su espalda. El animal, con un collar dorado demasiado elaborado para su tamaño, inspecciona los alrededores con ojos brillantes antes de robar un pastelito y escabullirse a un rincón, donde empieza a devorarlo con entusiasmo.
Edwin suelta una carcajada mientras observa al pequeño ladrón. “Ah, ahí estás, Tiberio Filocrema III,” dice con tono solemne pero burlón, como si estuviera anunciando la llegada de un dignatario. Luego se vuelve hacia Pizz con una sonrisa divertida. El lémur, como para confirmarlo, levanta la cabeza brevemente y chilla de forma triunfal antes de seguir comiendo.
Edwin, aún riendo, hace un gesto despreocupado al sirviente, que se mantiene expectante en un rincón como si estuviera evaluando si interrumpir o no. “Oh, no pongas esa cara,” le dice Edwin mientras le señala la puerta con un movimiento de la mano. “Retírate. El disfrute con moderación es una pérdida de tiempo.”
Hace una pausa, se reclina en el sofá con una sonrisa perdida, como si estuviera atrapado en un pensamiento que sólo él entiende del todo. Luego, en un tono distante y casi académico, comenta: “Alaundo decía que ‘la vida no se mide por los días vividos, sino por los momentos que nos sacan del abismo cotidiano’. Y, si miras a Tiberio... bueno, quizá él sea la única criatura realmente lúcida en esta sala. Es como si supiera un secreto que todos ignoramos. Tal vez un pastel sea, en realidad, la única verdad universal que merezca la pena perseguir.”
Edwin suelta una pequeña risa, pero su mirada sigue fija en el lémur, como si esperara una respuesta. Tiberio, ajeno a cualquier filosofía, continúa devorando su botín con una concentración que parece confirmar la absurda teoría.
"Claro que los pasteles tienen muchas formas," dice Edwin, aplastando un pastelito en el sofá de terciopelo con una calma que roza lo inquietante. "Los hay de crema," añade, observando los restos pegajosos en sus dedos como si contuvieran una verdad universal. "Los hay de carne," dice, con un gesto casi teatral hacia los pechos de Bailey, completamente indiferente a cualquier reacción. "Y los hay de oro..." continúa, lanzando un puñado de monedas con la misma solemnidad que un sacerdote en un ritual.
Edwin gira la cabeza lentamente, mirando a Pizz con los ojos desencajados. "¿Y a ti? ¿Qué pasteles te gustan más? ¿Los de crema, los de carne o los de oro?" pregunta, con un tono que parece a la vez una broma absurda y una prueba filosófica.