Milly
Korrin asiente lentamente, como si las palabras de Margarett le hubieran dado justo en el clavo. “Exacto, querida Margy. ¡Esa es la clave! El verdadero arte no pertenece a su tiempo; vive más allá de los confines de la época en que nace. Los genios son incomprendidos porque son dioses creando para mortales.”
Luna, todavía junto a ellos, sonríe con cierto nerviosismo mientras Korrin prosigue, alzando su copa y poniéndose en pie con un aire teatral. “Y hablando de arte, Margy, querida, he pensado que esta conversación merece un giro… inspirador.” Su sonrisa se vuelve casi infantil mientras se gira hacia ambas con los brazos abiertos, como si acabara de inventar una nueva corriente artística.
“Quiero disfrutar de una charla con vosotras en toda vuestra… naturalidad. Al fin y al cabo, ¿qué mejor manera de celebrar la perfección de la creación que contemplándola sin adornos ni artificios? El pecho femenino, amigas mías, es el epítome de la belleza y la armonía, una obra de arte que ningún escultor podría superar. Y las nalgas, oh, las nalgas… fértiles colinas que evocan la generosidad de la naturaleza misma, curvas sublimes que sostienen el equilibrio entre fuerza y delicadeza. Un himno a la vida, al movimiento, al misterio profundo del ser.”
Hace una pausa deliberada, saboreando el momento, antes de inclinarse hacia Margarett con un brillo lascivo en los ojos y una sonrisa que destila descaro: “¿No creéis que esta conversación ganaría en… honestidad si se desprendiera de ciertas barreras innecesarias?”
Luna, acostumbrada a estas excentricidades, se muerde el labio para no reír, mientras Korrin se recuesta con satisfacción, como si acabara de exponer un argumento irrefutable en un debate filosófico.
“Por supuesto, señor Korrin. Vos siempre tenéis una forma... única de encontrar la inspiración,” comenta con un tono de ligera ironía, aunque su voz es lo suficientemente dulce como para evitar sonar insolente.
Con movimientos deliberados y elegantes, Luna comienza a desatar el cordón de su túnica, dejando que el tejido fluya con gracia desde sus hombros, como si fuera agua deslizándose por una roca lisa. Su gesto es pausado, casi teatral, como si cada nudo y pliegue liberado formaran parte de una danza cuidadosamente estudiada. Finalmente, la túnica cae suavemente al suelo, quedando en un montículo a sus pies. Luna se endereza, con una postura serena y profesional, sus ojos fijos en Korrin sin rastro de incomodidad, como si estuviera interpretando un papel que conoce a la perfección.
Korrin observa la escena con una mezcla de satisfacción y entusiasmo artístico, alzando la copa una vez más. “Maravilloso, Luna. Siempre supe que eras una musa en potencia. Y ahora,” añade, girando su atención hacia Margarett con una sonrisa que parece un desafío disfrazado de cortesía, “veamos si nuestra nueva amiga comparte esa misma devoción por la pureza del arte.”