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Con el Furia de los Mares avanzando ahora a ritmo más lento, el crujido de las maderas se mezcla con el rumor del Delimbiyr, oscuro y sereno bajo la luna. La tripulación guarda una calma tensa, y entre ellos, Elijah decide que es momento de aportar algo útil… o al menos intentarlo.
Se acerca al costado del barco con una cuerda, improvisa un sedal con un anzuelo torcido y se sienta como si estuviera en el embarcadero de Innisport, confiado. Lanza la cuerda con un giro elegante y se queda allí, concentrado, como si la supervivencia del grupo dependiera de su habilidad como pescador nocturno en un río que no conoce.
Cinco minutos. Diez. Veinte.
Nada.
Hasta que, de pronto, algo tira con fuerza.
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“¡Ey! ¡Creo que tengo algo!” exclama con los ojos brillando.
Tira con entusiasmo, la cuerda se tensa, el sudor le resbala por la sien… y finalmente, con un esfuerzo final, saca su premio: una vieja bota de cuero, húmeda, deformada y con olor a cieno.
Elijah la observa un segundo.
Jean Marie, que pasaba por detrás, suelta una carcajada tan sonora que hace mover una lámpara de aceite.
"Dásela a Barbatorcida, el cocinero. Con su pata de palo y su gusto por la moda, seguro que la presume por cubierta.”
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La noche transcurre con pesadez, mientras el Furia de los Mares avanza sigiloso entre bancos de niebla y corrientes oscuras. A bordo, el aire se vuelve más espeso conforme las horas pasan, y en las profundidades del navío —donde la madera cruje como si sus entrañas guardaran secretos—, Milly resiste.
Apenas iluminada por la luz temblorosa de una linterna colgada de una viga, su figura amordazada y atada parece más un espectro que una persona. Los ojos, antes brillantes, están ahora inyectados en sangre, fijos en nada, y sin embargo conscientes. Hay momentos en que uno juraría que no parpadea. La mandíbula, crispada bajo la mordaza, se alarga levemente con cada hora que pasa, como si algo dentro quisiera romper la forma humana que aún la retiene. Sus dedos se arquean y retuercen con espasmos involuntarios, adoptando la forma de garras blancuzcas, con uñas que se astillan al raspar la madera.
Peor aún, su cabello, tan oscuro y lacio, empieza a desprenderse en mechones, quedando pegado al sudor frío de su piel o esparcido como pétalos marchitos por el suelo de la bodega. Su rostro, macilento, adquiere un tono ceniciento, como una estatua que se deshace bajo el peso del tiempo y la sed.
Quienes la vigilan no se atreven a hablar. Solo la miran de reojo, intentando no cruzar su mirada por demasiado tiempo. A veces un murmullo escapa de su garganta, apagado por la mordaza: un sonido gutural, una plegaria rota o tal vez un lamento, como si su alma aún supiera que está perdiéndose en un lugar de donde ya no se regresa.
Y el barco continúa, deslizándose como un féretro flotante por las aguas negras del Delimbiyr, hacia un día que promete más preguntas que alivio.
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La noche vuelve a caer como un sudario sobre el Furia de los Mares, envolviendo al navío en sombras espesas y un silencio apenas roto por el susurro del agua contra el casco. Las antorchas en cubierta chisporrotean con desgana, y en la bodega, bajo los barriles y las redes, la pesadilla sigue creciendo.
Milly no duerme. No puede.
Sigue atada y amordazada, pero algo en su interior late con una urgencia cada vez más salvaje. Su cuerpo se curva en espasmos lentos, como si estuviera mudando piel y alma al mismo tiempo. La mandíbula ha descendido aún más, como si fuera un lobo atrapado en cuerpo humano, y los dientes, antes blancos y alineados, muestran ahora bordes afilados, irregulares, crueles. Sus uñas son garras. Literalmente. Curvadas, gruesas y negras, arañan el suelo cada vez que intenta controlar el temblor de sus manos.
Su piel ya no tiene color. Es una sombra de lo que fue, con venas azuladas y parches donde el pelo ha desaparecido del todo. Un hedor sutil, apenas perceptible, se ha colado en la madera: el olor de la carne que no vive, pero tampoco muere. Y sin embargo, sus ojos… sus ojos siguen siendo los de Milly. Detrás del hambre, del dolor y la transformación, brilla aún una conciencia atormentada. Una chispa que clama auxilio sin palabras. Vida… o mejor dicho, una voluntad feroz de no-vida.
Sus vigilantes ya no se turnan: permanecen allí sin hablar, sin moverse apenas, como estatuas que rezan no tener que intervenir. Uno de ellos murmura para sí una plegaria a cualquier dios que escuche a los desesperados. El otro ni siquiera respira con normalidad, y baja la mirada cada vez que la criatura se estremece.
Y entonces, cuando el alba finalmente empieza a despejar las brumas del Delimbiyr, una visión se alza a babor, bañada por los primeros rayos dorados:
Secomber.
La villa se asoma al río como una acuarela viva. Las casitas de piedra y madera se abrazan entre jardines brillantes, donde flores exóticas y helechos delicados parecen bailar con la brisa. Las colinas suaves envuelven al pueblo como brazos protectores, y el río, más claro en esta parte de su curso, refleja los tonos malva y ámbar del amanecer. Pequeños embarcaderos, hileras de enredaderas, y siluetas de medianos comenzando sus tareas matinales con calma… Todo respira una paz que no parece de este mundo. La hierba cultivada, de aroma dulce y denso, flota en el aire como incienso.
Pero el Furia de los Mares no se detiene. Solo reduce su velocidad, observa, y sigue.
Y así, el sol sube… y baja.
Pasa el día. Lento, tenso, con pocas palabras entre los miembros de la tripulación y los forasteros ocultos entre telas y disfraces que ya huelen a viaje largo. Milly sigue en la bodega, cada vez más quieta, pero no menos peligrosa.
Y cuando llega la tercera noche, la luna se alza entre nubes desgarradas como una advertencia.
El hambre aún no ha dicho su última palabra.
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Contra todo pronóstico, Milly resiste.
La tercera noche se estira como un espectro sobre el río, y con ella, las sombras dentro del Furia de los Mares se vuelven más espesas, más densas, más pesadas. En la bodega, el aire parece enrarecido, como si el barco mismo contuviera la respiración.
Pero Milly no cede.
Se tambalea entre el delirio y la conciencia, con el cuerpo encogido como un animal herido, los ojos encendidos como brasas y la piel húmeda de un sudor que ya no es del todo humano. Sus uñas arañan la madera solo cuando los espasmos le arrancan movimientos involuntarios. Sus dientes aprietan la mordaza con fuerza inhumana, como si su cordura se sostuviera únicamente en la mordaza, en las cuerdas, en el control absoluto de su voluntad. Y es su voluntad lo que aún arde. De algún modo, lo que queda de ella —eso que los libros de magia no saben nombrar— sigue anclado a los vivos.
Y así, en mitad del silencio frío de la madrugada, no ataca.
Cuando por fin el amanecer empieza a desvanecer la negrura, con sus primeros rayos filtrándose a través de las rendijas del casco, el Furia de los Mares deja atrás un recodo del Delimbiyr… y Loudwater se revela ante ellos.
La ciudad se alza como una promesa y un umbral. Rodeada por una antigua muralla de piedra musgosa, resguardada entre colinas cubiertas de árboles viejos y campos despejados, Loudwater respira con el pulso de los que viven en el límite de lo salvaje. Las barcas van y vienen en los muelles fluviales, los mercados ya bullen de actividad y el humo de las cocinas se mezcla con el aroma de resina y cuero trabajado.
Las casas son más altas y toscas que en Secomber, pero rezuman historia. En el centro, la torre de la capilla milenaria se recorta contra el cielo, su campana aún muda a esas horas. Detrás, oculto por los sauces, se extiende el famoso cementerio: vasto, ordenado, cubierto de lápidas con runas antiguas, cruces, flores secas… y un silencio que no parece natural. Hay peregrinos ya de rodillas frente a la verja, con velas apagadas y ofrendas humildes entre las manos.
Loudwater, más viva que nunca, parece observar al Furia de los Mares con una mezcla de indiferencia y curiosidad.
Y Milly, todavía sujeta, todavía sedienta, todavía resistiendo, deja escapar un sonido bajo y gutural desde la oscuridad. No es un rugido. No es un suspiro.
Es la negación feroz de una criatura que no quiere rendirse.