Todos
Bailey carga sin aviso, como un rayo enloquecido. María desvía el primer golpe. Y el segundo. Pero no el tercero.
Con un giro brutal, Bailey lanza un tajo diagonal con su mandoble oscuro y arranca de cuajo la mano derecha de María.
Skarnjaal cae.
La sangre brota en una fuente carmesí, salpicando la tierra, los rostros, los recuerdos.
María cae de rodillas, el grito ahogado en su garganta. Su rostro no muestra dolor, sino incredulidad. Mira el muñón, luego a Bailey. El mundo parece congelarse un instante.
Pero no se rinde.
Ni entonces.
Con la mano izquierda, recoge la espada caída, y vuelve a ponerse en pie.
Entonces, Ronan no llama. No avisa. Salta.
Surge desde un nivel inferior, impulsado por pura voluntad y heridas que ya no siente, y cae sobre ella como una sentencia. Bailey reacciona con reflejos de veterana: gira y alza su filo, pero es tarde. La espada de Ronan silba, atraviesa el aire y le siega la cabeza con un tajo salvaje, que lanza su casco girando en espiral hacia el abismo de la torre. Sobre su cuerpo inerte una roca cae como una broma pesada.
En medio del caos, cuando la victoria parecía al alcance de las manos, el colgante de Bailey —ese amuleto robado y sellado con pactos antiguos— brilla con una luz enfermiza, teñida de rojo profundo. Desde las sombras de la retaguardia, el mago de corte que lo manipula rompe el último sello, y una orden antinatural atraviesa el campo de batalla como un relámpago sin trueno.
Entonces retumba el suelo.
El ciervo de metal, aquel gólem norteño forjado con runas y juramentos, entra en el campamento con la furia de una bestia salvaje.
Pero ya no obedece a Bailey, caída en combate.
Ahora es instrumento de los Sum’uruna, desatados por la visión de su señora mutilada. Sus ojos brillan con un fulgor fanático. No quieren victoria. Quieren venganza.
El gólem carga. Un rugido mecánico lo acompaña, como si toda la montaña despertase.
Thorian rueda a un lado, la túnica hecha jirones, pero la maniobra lo deja expuesto, jadeante, con sangre en los labios.
Halrik, aún sangrando por el muñón de su brazo perdido, logra apartarse con un giro brusco y queda de pie, implacable.
Pizz, en cambio, no es tan afortunado: la embestida lo lanza por los aires y cae rodando con una herida leve en el costado, chillando entre dientes mientras se arrastra hacia cobertura.
Mientras tanto, los corvines, agotados y mermados, son masacrados por la infantería Sum’uruna, que avanza como un río de lanzas y rostros sin alma. La nieve se tiñe aún más de rojo.
Pero el Portador, centro de la resistencia vadraviana, blande su filo como si bailara con la muerte.
Es rápido, implacable. Decapita a uno, desgarra a otro, y hunde la hoja hasta el pomo en el pecho del tercero.
No retrocede. No tiembla.
"¡Por los que ya no volverán!", gruñe mientras sigue cortando carne enemiga.
Al otro lado, Rachel se ve enfrentada al joven Aeren Vost, ese muchacho desconocido que aún cree en la gloria.
Él lanza un tajo vertical que casi la parte en dos, pero Rachel lo esquiva de forma felina y, girando sobre un pie, le devuelve el golpe con un corte limpio en el hombro, que lo hace retroceder y gritar. Su danza aún no termina.