Rachel, Pizz, María, Bailey y Ronan
Rachel toma los mapas, los desenrolla con cuidado —algunos crujen— y recoge la piedra como si sintiera su peso más allá de lo físico.
Luego se aleja unos pasos.
Se sienta sobre una piedra ennegrecida, todo lo que queda de una de las vigas de la celda de Rynne, extiende los mapas sobre sus rodillas y comienza a estudiar.
🎲
🎲
El cuero está resquebrajado, los bordes comidos por la humedad, y hay manchas de moho que se resisten a desaparecer.
Pero entre las líneas desvaídas y la tinta corrida, aún queda información.
Un trazo grueso avanza hacia el noroeste, serpenteando a través de bosques y vaguadas hasta morir a los pies de los Picos Estelares, donde el Arroyo del Unicornio nace como un hilo de plata en la piedra.
Junto a esa ruta, en la parte inferior del mapa, hay una nota manuscrita, escrita con una caligrafía elegante pero temblorosa:
"Donde el agua canta entre raíces antiguas,
y la luz no es del sol ni de la luna,
allí reposa el Umbral de los Velos."
Rachel relee la frase en silencio.
El Umbral de los Velos.
Un nombre ceremonial, casi litúrgico, cargado de ecos y secretos.
No hay marca exacta, solo una indicación.
Una invitación.
Luego coge la piedra.
Es pequeña, del tamaño de una ciruela, suave y gris, pero con una runa grabada en su centro, una curva doble entrelazada.
Rachel la ha visto antes, tallada sobre dinteles en antiguos templos abandonados, siempre junto a pasajes sellados o puertas que no se abrían con llaves normales.
Ahora lo entiende.
La piedra es la llave.
Y no a un cofre ni a una cámara.
A un lugar.
Un lugar donde no hay caminos, pero al que solo llegan los que llevan algo más que pasos en los pies.
Un pasaje sellado por viejos votos, esperando ser despertado.
Rachel guarda los mapas.
Aprieta la piedra en la palma.
Y se queda sentada en la piedra calcinada, dejando que el aire del atardecer le seque la ceniza de los dedos.
Pensando no en el viaje, sino en el cruce.