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Ha anochecido cuando la Compañía del Unicornio se interna en el bosque.
El sendero que conduce al santuario de Selûne se pierde bajo ramas y raíces que tiemblan al paso del viento nocturno.
La luz de las antorchas dibuja sombras largas entre los árboles, y el silencio pesa más que la fatiga.
Cuando comienzan a ascender el montículo, el aire cambia.
Un olor.
Humo.
No denso, no inmediato. Un humo gris, lejano, que flota como un recuerdo mal apagado.
Los primeros en alzar la vista lo ven:
una columna fina, casi vertical, que se enrosca sobre el cielo estrellado como una plegaria sin respuesta.
Aceleran el paso.
Y cuando alcanzan la cima, lo encuentran.
El santuario arde.
Las llamas no son altas, pero ya han devorado el techo.
Los tapices, los estantes, el altar tallado: todo cede bajo el crujido del fuego lento.
El humo se mezcla con el olor a cera fundida y ceniza consagrada.
Pero no es eso lo peor.
No es el fuego.
Es el cuerpo.
En el centro del santuario, entre brasas y piedras resquebrajadas,
la sacerdotisa está sentada.
Las piernas cruzadas con delicadeza.
El cuerpo erguido como si aún esperara algo.
Entre sus manos, su propia cabeza,
apoyada con suavidad en su regazo,
como si ella misma la hubiera recogido antes de morir.
El rostro aún mira hacia abajo, sereno.
Como si rezara.
O como si hubiera conocido su destino desde antes.