Por cierto, para lo que no conozcan a Musashi y Kojiro:
En los días del crepúsculo de los samuráis, cuando la brisa del honor aún soplaba en los valles de Japón, dos nombres surcaban el viento como acero desenvainado: Musashi, el Lobo Errante, y Kojiro, la Espada de la Golondrina.
Uno vagaba sin amo, con la mirada torva y la mente como piedra tallada por la guerra. El otro era figura de elegancia, de silueta afilada como la hoja que portaba: la Monohoshizao, tan larga que se decía que podía partir el aire en dos.
El destino, hambriento de leyenda, los citó en una isla desierta, Ganryu-jima, para saldar una deuda que ningún imperio podría contener. La isla, entonces muda, habría de hablar con la lengua de los golpes, del acero y de la muerte.
Kojiro llegó primero, como los que esperan gloria con puntualidad. Su capa ondeaba, y su espada brillaba como un rayo dormido. Miraba al horizonte con desdén, pues su arte —el Tsubame Gaeshi, la Golondrina Inversa— jamás había fallado.
Mas el Lobo llegaba tarde.
No por descuido, sino por cálculo. En la barca, tallaba un remo con sus manos, madera contra madera, hasta que el fruto fue un bokken, un bastón de guerra, más largo que cualquier espada forjada por hombre. “Si el enemigo confía en el alcance,” pensó el Lobo, “superémoslo sin hierro.”
Saltó a la orilla como un espectro, sin yelmo ni armadura, solo su túnica y su alma forjada por el combate. Kojiro, herido de orgullo, desenvainó la Golondrina. El canto de la hoja partió el aire: silbido de muerte.
Y el duelo comenzó.
Kojiro atacó como el viento que gira: rápido, elegante, fatal. Su hoja danzaba, buscando la garganta del errante. Pero Musashi no danzaba: esperaba. Su mirada no seguía la espada, sino la intención. Y cuando el corte descendió, él ya estaba dentro del espacio sagrado, donde solo cabe uno.
¡CRACK!
El bokken descendió, y la madera habló con voz de trueno. Kojiro cayó. No hubo sangre al principio. Solo el eco seco del alma saliendo del cuerpo.
Musashi no miró atrás. Subió al bote y se desvaneció en la niebla, como si nunca hubiera estado allí. La isla, ahora bautizada con el nombre de su rival, quedó como testigo mudo de un combate sin igual.
Dicen que el remo, hecho espada, aún flota entre las aguas, esperando al próximo que entienda que fuerza sin mente es viento sin dirección.
Y así, en los susurros del bambú, el duelo vive.
Una fábula no solo de espadas, sino de estrategia.
De cómo un hombre con un remo venció a la golondrina del acero.
Fin.