Turno 5
Ronan siente la sangre caliente bajar por su hombro, mezclándose con la lluvia fría. El arquero lo mira con ese odio pequeño y mezquino, y por un instante Ronan casi ríe: siempre eran los más frágiles los que más rencor guardaban. Sacude la cabeza. Ahora solo importa la batalla.
Tiene dos hombres delante. El dolor en el hombro arde, pero no le quiebra el pulso. Da un paso, luego otro, y embiste al lancero que se cruza en su diagonal.
La espada desciende en un arco firme, sin gloria pero sin duda, como una sentencia. El golpe derriba al soldado de inmediato, su cuerpo cae sobre la piedra mojada con un sonido seco, apagado por la lluvia.
El soldado vacila ante las palabras de Elijah. Su lanza tiembla. En sus ojos hay duda: miedo, sí, pero también un destello de humanidad. Quizás en otro día, en otro lugar, habría bajado el arma.
Pero desde atrás irrumpe la voz del capitán, cargada de autoridad y odio:
"¡No le escuches! ¡Son adoradores de Bhaal!", escupe, señalándolos con el filo de la espada. "¡Han devorado a dos de los nuestros! ¡Acaba con ellos, soldado! ¡Ahora!"
La palabra Bhaal cae como un trueno entre las piedras. El soldado se estremece, su miedo se transforma en obediencia ciega. Aprieta la lanza. Da un paso al frente.
Tirada del lancero 1: 2, 3
El soldado, espoleado por el grito del capitán, lanza una estocada torpe y desesperada. La punta de la lanza avanza con un temblor casi lastimero, más impulsada por el miedo que por la técnica.
Su bota resbala ligeramente en la piedra mojada, el impulso se desvia medio palmo… y el golpe falla por completo, cortando solo aire y lluvia.
Otro lancero da un paso brusco hacia adelante, empujando el cuerpo de su compañero para ocupar su sitio en la línea, el escudo levantado, la lanza baja, el rostro apretado en un rictus de determinación que intenta esconder el miedo.
Sin anunciarse, embiste hacia Ronan.
La punta de la lanza brilla un instante bajo el relámpago y se lanza hacia su costado.
Tirada del lancero 3: 4, 3. Impacto.
La lanza golpea a Ronan de lleno, con la fuerza de un toro embistiendo en un callejón estrecho. El impacto resuena contra su cuerpo, un sonido seco, contundente…
…y, sin embargo, no atraviesa.
La poción de armadura que Ronan bebió antes —ese leve brillo translúcido que aún parece envolverle como una segunda piel— absorbe la embestida. El acero choca contra una resistencia invisible, vibra, se desliza y se aparta sin dejar más que un moretón y un eco metálico.
Cero daño.
El lancero abre mucho los ojos, incrédulo. Ronan devuelve la mirada con una mezcla de furia y satisfacción.
El capitán, viendo que el tapón no cede, avanza con paso firme. Se coloca justo detrás del lancero que acaba de embestir a Ronan, espada en alto, como un perro de caza esperando turno para morder. Su sombra cae sobre la línea de choque, pesada, amenazante.
Detrás, los arqueros se reagrupan bajo la lluvia. Uno de ellos, empapado, recoge su arco del suelo y se acerca, limitándose a tomar posición, respirando entre dientes.
El otro —el mismo cuya flecha perforó el hombro de Ronan antes—, da un paso al lado, levanta el arco con gesto helado. Su odio no se ha apagado; todo lo contrario, parece alimentarlo. Tensa la cuerda con un tirón rápido, apunta a Ronan a través de la lluvia… y suelta.
Tirada del arquero 3: 6, 4. Impacto.
La flecha vuela recta como una sentencia y vuelve a dar en el cuerpo de Ronan, esta vez a la altura de las costillas.
Pero una vez más, la protección mágica resuena con un latido de luz invisible. El proyectil se hunde… y rebota, desviándose como si hubiera golpeado una placa de hierro enterrada bajo la piel.
Cero daño.
El arquero parpadea, incrédulo, empapado, furioso. Ronan sigue en pie. Imperturbable. Sangrando, pero indomable.
El tercer arquero —el del arco roto— observa la escena con expresión de tragedia personal. Mira a Elijah. Mira los dos trozos de su arco. Mira a Elijah otra vez.
Suspira.
Y con toda la dignidad que puede reunir, inclina la espalda, se agacha, y extrae una daga corta de la bota. Una herramienta modesta para una situación absurda. Se queda ahí, daguita en mano, empapado, resignado… listo para participar, como buenamente pueda, en aquel desastre creciente.
La batalla queda suspendida en un silencio extraño, como si todo el torreón aguantara el aliento. La lluvia cae, las antorchas chisporrotean… y entonces llegan los pasos.
No son apresurados. No son torpes. Son lentos, exactos, ceremoniales.
Cloc… cloc… cloc…
Suben la escalinata con la inevitabilidad de un juicio.
Los guardias, incluso los más bravucones, se apartan sin que nadie les diga nada. El capitán baja un poco la espada.
Algunos soldados agachan la cabeza.
La figura que emerge entre la cortina de lluvia es alta, más de dos metros, cubierta por un manto oscuro. La capucha cae hacia atrás y muestra un rostro pálido y afilado, de expresión fría y mirada imperturbable. Ojos grises, metálicos, que no reflejan la luz: la absorben.
Su armadura, de placas negras y acero viejo, está grabada con runas que parecen retorcerse al mirarlas, como si quisieran escapar de la superficie. Y sobre el pecho brilla el símbolo de Kelemvor, dios de la muerte justa, del final ordenado, del equilibrio entre la vida y el descanso eterno.
Un Sacerdote de Guerra de Kelemvor. Uno de los temidos jueces del filo.
La lluvia, al tocarle, parece frenar un instante, como si el mismísimo clima dudara de entrar en contacto con él.
Los guardias murmuran. Uno susurra: "Por todos los dioses… es Eldric de la Marca Escarlata".
El nombre viaja por la tropa como una corriente eléctrica. Respiran hondo. Aprietan los escudos. Se santiguan, algunos.
Eldric se detiene un escalón por encima del capitán y levanta la barbilla con la calma de quien ya ha dictado sentencia antes de escuchar el caso.
