Todos
María aún sostiene las llaves cuando un clic seco corta el aire. Todos giran la cabeza: Pizz está agachado junto a la cerradura, una ganzúa diminuta entre los dedos y una expresión de autosuficiencia tan grande que casi necesita su propia silla.
Sin mirar a nadie, empuja la puerta, que se abre con un suspiro. Luego se incorpora despacio, se sacude el polvo imaginario del chaleco, se mira las uñas (de nuevo, imaginarias) y se las “lima” con la ganzúa, sin decir una palabra. Solo arquea una ceja, con el gesto universal que significa: “de nada.”
La puerta se abre del todo, revelando una estancia casi vacía. Solo el eco de sus pasos llena el espacio. Al fondo, bajo una abertura vertical que asciende hasta la penumbra del techo, se alza una plataforma de madera reforzada con cadenas, suspendida por un sistema de poleas, engranajes y contrapesos de hierro.
Un montacargas improvisado —el alzador del Barón, sin duda— capaz de subir y bajar cargas pesadas desde el patio inferior.
El problema es evidente con solo mirarlo: no caben todos. Dos viajes, mínimo.
Antes de que nadie pueda hablar, un sonido se filtra desde abajo: primero una campana que tintinea como si alguien tirara de ella con pánico, luego el eco de pasos y voces. Una voz lejana grita algo que no entienden, pero el tono lo deja claro: alarma.
Pizz guarda la ganzúa con parsimonia, se encoge de hombros y señala la plataforma, como diciendo: “mi parte está hecha.” Las cadenas tiemblan levemente. Y los pasos se acercan.