Zsadist
El filo de Vishous le abrió el costado como si fuera mantequilla. Zsadist soltó un gruñido ahogado, cayó contra la pared y se dobló sobre sí mismo, la sangre empapándole la camiseta y resbalando hasta el suelo. Se retorció de dolor, apretando los dientes, y entre jadeos miró a Phury, la mueca torcida y un sentimiento de culpa.
“Supongo que me lo merecía…”, escupió, con media sonrisa hecha de rabia y resignación.
Alzó los ojos hacia Vishous. Allí, en el brillo vidrioso de su hermano, creyó ver un destello: como si la posesión se hubiera resquebrajado un instante. Pero Zsadist no era de los que esperaban milagros.
Se lanzó fuera de la columna como un resorte roto, directo, sin freno, la rabia marcando cada zancada. Xereth lo esperaba plantado frente al muro, rígido como un perro de presa, con Catronia detrás, sonriente, la insolencia pegada a su cara como una máscara.
Zsadist no dudó. Impactó de lleno, y Cadena y Pacto se hundieron en las tripas del Sympath con un chasquido húmedo, como cuchillos atravesando fruta podrida. La armadura chirrió, resistió apenas un segundo, hasta que la presión brutal de su fuerza la reventó como papel de hojalata.
Las hojas entraron hasta la empuñadura. Zsadist giró las muñecas con saña, abriendo la carne en canal, y el estómago de Xereth vomitó sangre oscura a borbotones. El sonido era nauseabundo, un borboteo líquido mezclado con el crujido de huesos que cedían.
Lo atrajo hacia sí con un tirón seco, brutal, desgarrando músculo y vísceras, y en la mirada negra de Zsadist no había piedad: solo un brillo enfermo de satisfacción, como si cada vida arrancada le llenara los pulmones de aire.
Lo alzó contra sí y le clavó los colmillos en el cuello. La sangre brotó a borbotones, caliente, amarga, empapándole la boca. Zsadist bebió con ansia, con furia, mientras los ojos negros se le clavaban en Catronia. Una sonrisa oscura, torcida, se dibujó en su cara: una sonrisa hecha para ella.
El cuerpo de Xereth se fue quedando flojo, sin vida. Zsadist le arrancó un último trago y lo dejó caer como un muñeco roto, desplomándose en el suelo con un ruido hueco.
Zsadist se limpió la boca con el dorso de la mano, la sangre chorreando aún de las comisuras. Dio un paso hacia atrás, los karambits tintineando al caer contra sus muslos, y escupió al suelo.
No dijo nada. No hacía falta: la mirada fija en Catronia, manchada de rojo y con el eco de una sonrisa enferma, hablaba por él.
Cicatriz del alma: 1, 10, 4, 7, 5