Epílogo de Zsadist — “Boom”
El reloj marcaba las nueve cuando Sally abrió la puerta de su apartamento. El pasillo olía a madera húmeda y a tabaco. Se quitó el abrigo, dejó las llaves en el cuenco… y entonces lo vio.
Zsadist estaba sentado en la mesa del comedor, en silencio, con Donatello —su tortuga— caminando lentamente sobre el mantel. El vampiro la observaba con la cabeza ladeada, mientras el animal empujaba con su morro una hoja de lechuga. La escena tenía algo casi tierno, si no fuera por la pistola negra junto al cenicero y el humo suspendido en el aire.
Sally se quedó paralizada. El corazón se le encogió. Dio un paso atrás, casi por instinto, la mano tanteando el pomo.
"No te voy a hacer daño", dijo él sin mirarla, con la voz baja, áspera.
Ella dudó. Y se detuvo. Zsadist seguía quieto, el rostro medio oculto en la penumbra, la camiseta oscura pegada al cuerpo, los brazos llenos de cicatrices. Donatello trepó torpemente hasta su mano, y él le acarició el caparazón con un gesto sorprendentemente delicado.
Sally se quedó en el pasillo, mirando por la rendija entreabierta de la puerta. El perfil de Zsadist, el brillo de sus ojos, la extraña calma que lo rodeaba. Podía irse. Podía fingir que no lo había visto. Pero no lo hizo.
Respiró hondo y entró.
Zsadist levantó la vista, y por primera vez en semanas, sus miradas se cruzaron. Por un segundo —solo uno— a Sally le pareció que sus ojos no eran tan negros como recordaba, sino más claros, marrones, con un brillo extraño que no venía de la luz. Como si, por fin, algo en él hubiera dejado de pelear.
"Siéntate", dijo él. No era una orden. O sí, pero de las que uno obedece sin pensarlo.
Sally se acercó, despacio, y se sentó frente a él. Donatello giró la cabeza y se refugió en el borde de la mesa. Zsadist apartó el cenicero y le sirvió un vaso de agua, sin decir nada.
"¿Por qué has venido?", preguntó ella con voz temblorosa.
Zsadist se reclinó en la silla, exhaló el humo, y respondió: "Porque vivimos en un mundo de mierda. Malvado hasta el tuétano. Y hay cosas que ni los rezos ni las leyes arreglan."
Sally lo miró fijamente. "¿Y tú?", preguntó con un hilo de voz. "¿También eres malvado?"
Zsadist sonrió, esa media sonrisa suya que sonaba a resignación.
"Sí", dijo, sin pensarlo—. "Pero soy uno de esos males que se come a los que son peores. Llámalo equilibrio… o solo una excusa de mierda para justificarme."
Ella no respondió. El silencio entre ambos era espeso, lleno de cosas que no sabían cómo decir. Zsadist se inclinó hacia delante, apagó el cigarro y acarició la Glock sobre la mesa. La empujó hacia ella con un solo dedo. El arma giró despacio sobre el mantel hasta detenerse frente a Sally. Ella la miró, tensa.
"No la quiero."
"Claro que no", dijo Zsadist. "Nadie quiere, hasta que la necesita."
Se levantó despacio, rodeó la mesa y se colocó detrás de ella. Su sombra la cubrió entera. Sally olía su aliento, la mezcla de whisky, pólvora y algo que era solo de él. ¿A pino?
"Si vas a estar conmigo", susurró, cerca del oído, "vas a aprender a defenderte. No te voy a dejar ser débil. Ni conmigo, ni con nadie."
Sally respiró hondo. Dudó. Luego, con un gesto lento, tomó la pistola. Sus manos temblaban.
Zsadist colocó una de las suyas sobre las de ella, firme, caliente, orientando el cañón hacia la ventana. Abajo, la ciudad seguía su curso: luces de neón, pasos, ruido lejano de motores.
Su voz fue un murmullo: "No se trata de matar, Canija. Se trata de dejar de ser una presa."
Ella lo sintió detrás, su cuerpo una muralla. La mano de Zsadist cubría la suya, arrastrándola sobre el gatillo como si estuviera dibujando una línea invisible hacia la calle. A través de la ventana, un tipo cualquiera pasaba por la acera sin saber que, durante un segundo, una Glock estaba alineada con su espalda.
"Aprieta", murmuró él, la voz grave, casi un gruñido.
Ella tragó saliva, la respiración entrecortada. Él inclinó la cabeza hasta rozarle el oído y, sin apartar la vista del objetivo, dijo: "Boom."
No fue un disparo, fue solo una palabra. Pero sonó como si lo fuera: un golpe seco que le retumbó en el pecho. Y dentro de esa palabra había algo más que pólvora: había una promesa, un pacto. El final de su miedo.
Donatello movió una pata sobre el mantel, lento, indiferente. El mundo siguió girando. Y Zsadist, por primera vez en mucho tiempo, no se sintió solo.