Ojear el horizonte mientras baten las olas del mar. Perder la mirada entre altas montañas. O tumbarse en una hamaca y dejarse mecer por su movimiento. Son actividades en teoría placenteras, pero que pueden llegar a estresar a ciertas personas. Aquellas que tienen lo que el psicólogo Rafael Santandreu denomina como ociofobia. “Hay gente que tiene miedo, pánico al hecho de estar desocupado. Les entra ansiedad. Preferirían, mucho más, estar todo el día ocupados. Hay también los que están mal psicológicamente, que no quieren parar porque entonces tienen más tiempo para comerse el coco, para hacerse más desgraciados. Está el miedo a parar y encontrarte con tu propio desastre mental”, explica el autor del libro El arte de no amargarse la vida.
Estos pueden ser casos más extremos, pero lo cierto es que “para el adulto moderno es mucho más difícil no hacer nada que tener la agenda ocupada”, asegura Santandreu. Lo que en vacaciones se puede traducir como un sinfín de actividades para rellenar el tiempo libre, hasta el punto de llegar al final del verano casi con más estrés que como se empezó.
“Con la inercia que llevamos encima es más difícil frenar, parar y no hacer nada, en comparación con seguir con la rutina habitual de trabajar. También, en parte, porque supongo que sentimos que somos útiles de esa manera, que no estamos perdiendo el tiempo, que esa es la clave y la trampa”, aporta Azahara Alonso. En su último libro, Gozo, un híbrido de novela y ensayo, la escritora hace una defensa de la pereza y del placer de no hacer nada. Y aborda también un sentimiento que puede surgir en esos momentos de asueto: la culpa. “Me gusta mucho distinguir entre no hacer absolutamente nada, que es muy difícil, o hacer lo que nos apetece. Que también se diferencia de lo que se espera de nosotros. En cualquiera de esos dos casos, sí hay una culpa, que se ha convertido en sistémica. No estamos produciendo, no estamos cumpliendo con los mandatos que están ahí”, explica la también filósofa.
Alonso asegura que la culpa no se siente cuando se hace turismo porque se está “rellenando el tiempo” con diferentes actividades, que es lo que se espera que una persona haga. Y hace referencia a una reflexión de la fotógrafa Susan Sontag. “Ella dice que las sociedades tradicionalmente más trabajadoras son las que en un primer momento, cuando hacían turismo, tomaban más fotos, porque interponían la cámara entre el mundo y ellos, para ejercer algo, si no, parecía que no estaban haciendo nada y que el viaje no tenía sentido”, relata.
Coincide con la opinión de Alonso sobre la culpa la psicóloga Mireia Cabero, que da clases en la Universitat Oberta de Catalunya. “En nuestro día a día ponemos tanto en valor el ser útiles, productivos, contribuir y comprometernos, que nos olvidamos de que también son útiles, saludables y orgánica y socialmente necesarios la pausa, la serenidad, la contemplación, el aburrirnos y el no hacer nada. Unos y otros responden a diferentes necesidades: económico-sociales las primeras, y de autocuidado las segundas. Aunque las primeras parezcan que importan más, porque son las asociadas al éxito social, valen exactamente igual que las segundas. Y solo cuando las segundas están bien cimentadas, en las primeras aportamos valor y alto rendimiento”, afirma la también coach.
Cuando al estar tumbados sin hacer nada aparece en el cerebro la idea de que se podría dedicar ese tiempo a realizar alguna actividad, conviene recordar que “los pensamientos son una propuesta neuronal a la que se puede hacer caso o no. Y has de sentirte libre de decidir. Pensar en lo que te apetece realmente. El hecho de que un pensamiento nos llegue a la mente no es una orden. Pero como, normalmente, no nos damos cuenta, porque nos identificamos con esa voz de la cabeza, cada vez que nos llega un pensamiento, ya va a misa. Y ocurre que, al creernos completamente ese pensamiento, surge la culpa, que es una emoción surgida de un pensamiento equivocado”, según comenta Úrsula Calvo, una empresaria de éxito que encontró en la meditación una solución al estrés que sufría y ahora es experta en mindfulness.
Explica Calvo que el cerebro humano “no entiende” que una persona pueda estar 30 días sin hacer nada, sin tener que cultivar o salir a cazar. Y que cuando no tiene una actividad entra “en modo me aburro”. Para revertir esa circunstancia y “calmar la actividad mental” es necesario “entrenar la mente”, con meditación o mindfulness.
Sostiene, por su parte, Santandreu que esa necesidad de estar continuamente haciendo algo es “un mal de nuestra sociedad”. “En los pueblos cazadores recolectores del Amazonas, por ejemplo, la gente trabaja muy poco, una hora al día, en la que obtienen todo lo que necesitan para su sustento. El resto del tiempo se dedican al ocio. Visitan otros pueblos, están con los niños, hacen cosas manuales o pasan muchísimas horas en el poblado charlando”.
Sin llegar a esos niveles, el psicólogo aconseja aprovechar las vacaciones “para ralentizar el paso” y hacer “a un tercio de la velocidad normal” actividades cotidianas. Por ejemplo, dedicar más tiempo a desayunar o aminorar la velocidad a la que se anda cuando se esté dando un paseo. Asegura que este bajar el ritmo introduce a la persona “en una especie de sosiego y bienestar”.
A este respecto, Cabero añade que al principio de las vacaciones a las personas les cuesta más asumir, aceptar y darse permiso para reducir la marcha que seguir con el ritmo exigentes de actividades. “Venimos de poner sexta y necesitamos el tiempo prudencial de frenado para pasar a primera”, ejemplifica.
Para Calvo, existe una especie de inercia de estar constantemente tratando de llenar la vida. “Porque tenemos la sensación de que cuando dejamos de hacer, dejamos de ser. Es como si la vida estuviera vacía si no hubiera actividad constante. ¿Qué sucede? Que nos vamos de vacaciones y no nos cambia el chip. Seguimos con la misma mecánica. En lugar de llenar la agenda de reuniones, la llenamos de actividades, que aparentan ser muy divertidas, pero, al final, cuando no te permites descansar de verdad puede ser agotador”. Asegura que no hay necesidad de llenar todo el tiempo, cuando simplemente se puede estar tranquilo viendo una puesta de sol, disfrutando de una charla en una sobremesa o sentado en una sombra. “Es muy enriquecedor, pero no nos damos cuenta”.
Santandreu reta a las personas a disfrutar de su tiempo de ocio sin tener la necesidad de llenarlo de actividades. “Saber no hacer nada se puede considerar un signo de salud mental”, sentencia el psicólogo.
La presión de fotografiar la puesta de sol perfecta
M. G.
Imagen irreal. El pasado verano se hizo viral una fotografía de una idílica puesta de sol en una isla griega. Pero el ocaso no era el protagonista. El autor de la instantánea enfocaba a los numerosos turistas que, móvil en mano, se amontonaban intentando buscar la mejor perspectiva, para evitar que salieran las demás personas que estaban capturando el momento, y así mostrar la imagen irreal de que ese instante les pertenecía solo a ellos. No es descartable que muchos de los que llegaron hasta ese emplazamiento ya supieran de antemano la fotografía que querían hacer, para luego dejar constancia de su presencia en las redes sociales.
Vivir para mostrar. ”Las redes sociales han facilitado el estar pendientes de lo que se considera socialmente exitoso, del aplauso externo y de la mirada de los otros. Y así nos va, antes de decidir dónde viajaremos ya estamos pensando en los lugares desde los que me fotografiaré para las redes. Si vivimos, incluso las vacaciones, a expensas de la mirada externa, ¿cuándo viviremos lo que realmente a nosotros nos apetece?”, reflexiona Mireia Cabero.
Envidia. El informe Influencia de la tecnología en la vida de los españoles, elaborado por la firma de ciberseguridad Kaspersky con la participación de más de 2.000 personas, recoge que el 20% de los encuestados admitía sentir envidia o tristeza debido a la aparente perfección de las vidas que los demás muestran en sus publicaciones. En España, 28 millones de personas acceden cada día a las redes sociales y, de media, le dedican 42 minutos diarios, según los datos de GfK Dam, un medidor de consumo digital. Facebook e Instagram son las dos con más usuarios únicos españoles. A la primera acceden 19,5 millones de personas, mientras a la segunda lo hacen algo más de 18 millones.
Felicidad futura. “Las redes sociales funcionan como desde siempre lo hace la publicidad, transmitiéndonos una imagen de la felicidad futura o a la que podemos acceder. Y creo que cuando lo vemos en los perfiles de amigos o conocidos nos parece que es más accesible. Sin embargo, considero que en realidad estamos la mayoría fastidiados de la misma manera. Y que esas imágenes hacen el efecto que, en parte, engrasa la industria turística. Nosotros hacemos la promoción de los lugares”, sostiene Azahara Alonso.
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