Miela inclinó la cabeza levemente hacia atrás. El sol iluminó algo más de su rostro, pero siguió sin llegar a sus ojos.
El bandido parecía haber aceptado la muerte, y se encomiaba a sus dioses. Mientras tanto, los otros mercenarios la llamaban, pidiéndole que se detuviera.
Había una parte de Miela que no veía en el bandido más que a una amenaza, y las amenazas debían morir. La que una vez fuera soldado apretó sus dedos enguantados alrededor de la empuñadura de su espada. Esa parte de ella que quería muerte había sido una camarada más importante que nadie de los Suicidas Carmesís. Había estado a su lado durante tanto tiempo, y la había guiado a través del fuego y la sangre desde... oh, Ilmater, ¿cuánto tiempo? ¿Era la misma parte de ella que la había ayudado en su infancia?
Y sin embargo... algo se removió en su corazón. Algo pequeño que la miraba, expectante. Y Miela no tenía una suficiente falta de piedad para decepcionarla.
La punta de su espada se alzó muy lentamente, apartándose del pobre desgraciado que se desangraba ante ella. Cuando volvió a hablar, la voz de Miela salió suave y con una voz tan queda que sólo el bandido la oyó.
"Vosa vida... debes a Ilmater."
Dicho eso, Miela se agachó, tomó la espada del bandido y la tiró al centro del camino, poniéndola fuera de su alcance. Entonces, envainó su propia arma y se apartó. Otros se ocuparían del criminal. Probablemente el sacerdote. Por su parte, Miela recogió su mochila y salió del camino para sentarse sobre la hierba y recargar sus pistolas, pensando en qué sería exactamente lo que había evitado que pinchara a ese hombre como a un puerco.