Bailey
Alan, con una sonrisa cálida, toma suavemente a su hija del brazo, guiándola por el sendero que zigzaguea hacia la granja de los Doyle, situada al norte. El sol, ahora casi oculto en el horizonte, baña todo en una luz suave y dorada, creando largas sombras que se extienden sobre el camino.
A medida que se acercan a la granja, el perfil familiar de las vacas de los Doyle se recorta contra el cielo anocheciendo. Más allá, observan a un par de trabajadores que se afanan en encerrar a los animales, asegurándose de que no queden fuera durante la noche.
"Susan, la señora Doyle, me dijo que ninguno de sus hijos quiso continuar con el negocio, están en Boston, según parece. Así que de momento se lo llevan estos chicos y ya verán qué hacen", comenta Alan, su voz mezclándose con los sonidos suaves del campo. La tranquilidad del momento se extiende, mientras padre e hija continúan su camino, envueltos en la belleza del crepúsculo rural.
Mientras Alan y Bailey avanzan por el sendero, King les sigue de cerca. Con la energía y curiosidad que le caracteriza, a veces corre un poco adelante, explorando con entusiasmo cada nuevo aroma y rincón del camino. En otros momentos, se queda ligeramente rezagado, olfateando con detenimiento las huellas dejadas por los animales del campo o simplemente disfrutando de la libertad del espacio abierto.
Cada vez que King se aleja un poco más, una llamada suave de Alan o el sonido de la risa de su hija es suficiente para que el perro vuelva a su lado, moviendo la cola en señal de felicidad y compañerismo. Así, los tres, padre, hija y perro, continúan su camino hacia la granja, compartiendo juntos los últimos momentos de luz del día.
Finalmente, llegan hasta la entrada de la casa principal, y allí se encuentran con Susan, una anciana de aspecto amable y cuerpo fornido que les recibe con una sonrisa.
"¿Pero qué tenemos aquí? ¡Alan y Bailey, y hasta King! La familia completa", exclama Susan con una sonrisa, mientras King mueve la cola, claramente encantado por ser reconocido como un miembro más de la familia. Sin embargo, su rostro cambia al recordar repentinamente la reciente pérdida de Carrie, madre y esposa de la familia. "Oh, disculpadme... No quería... Esta vieja chocha ya no sabe cómo ser educada con sus queridos vecinos...", se disculpa, visiblemente apenada.
Alan le hace un gesto tranquilizador, indicando que no hay problema. En ese momento, Susan eleva la voz: "¡Ted! Ven aquí, hombre, los Bruer están con nosotros. Ven a saludarlos." Apenas termina de hablar, su esposo, un hombre mayor con un aire distinguido que podría confundirse con un expresidente de los Estados Unidos de América, se acerca cojeando ligeramente.
"Ah, ah... ¿Cómo estáis, chicos?", les saluda Ted con efusividad. "Pero pasad, por favor, entrad a casa", insiste Susan. "A Ted, la yegua Betsy le dio una patada el otro día, y le ha dejado la pierna algo magullada. La doctora le recomendó descanso, pero él es más terco que la misma Betsy, y eso ya es decir mucho", comenta Susan, entre risas, mientras apoya a Ted en su camino hacia la casa.
Mientras se encaminan hacia la entrada, Alan se inclina discretamente hacia Bailey y murmura: "A mí tampoco me apetece mucho, pero quedémonos unos diez minutos, para hacerles felices. Son buena gente".