Bailey se siente un poco mal por dejar a los Doyle así. Aunque les sonríe y hace gestos educados, no dice una palabra. No sabría explicarles lo que ha ocurrido, y... una parte de ella sabe que no sería buena idea. Bailey está segura de que le está ocurriendo algo raro. Que lo que ha sufrido son alucinaciones. No acaba de casar lo que le ha pasado a ella con los otros sucesos extraños en Innisport... ¿y porqué hacerlo?
La chica piensa en ello mientras camina con calma junto a su padre, aferrándose a su brazo y apoyando la cabeza contra él. El olor de su colonia y el calor de su brazo la reconfortan tanto como oírlos pasos de King y el ocasional roce de la cola del animal contra sus piernas.
Todo lo que había estado pasando... la desaparición de Aislinn, la extraña pintura en la fachada del instituto, las siluetas ocultas en la noche de la fiesta de pijamas, lo que Milly y María habían experimentado en la explanada detrás del instituto, y ahora esto. Claro, tenía sentido pensar que todo podía estar relacionado, ¿pero qué pruebas había? ¿Cuáles eran las relaciones? Bailey se imagina poniendo un corcho en su habitación y colocando chinchetas, notas y fotos, como un loco de película tratando de encontrar la relación entre sucesos extraños. Pero el caso es que realmente no tienen ninguna relación. No podría formar un nexo firme entre ninguno de ellos.
Y... su padre tenía razón.
Realmente nada de eso era asunto suyo. No era una investigadora de la policía ni una agente del FBI ni nada por el estilo. Sólo era un chica de una agradable ciudad pequeña de Maine.
Al final, sólo podía hacer algo por ella misma y por aquellos a quienes quería. Y eso debía empezar por la verdad.
Bailey aparta los ojos del camino y se detiene, girándose para mirar el atardecer a sus espaldas. Más allá de Innisport, el sol está próximo a ocultarse del todo, pero deja detrás evidencia de su paso. Su luz tiñe el cielo de un precioso color anaranjado brillante que se refleja en la hierba y en sus ojos, y parece envolver las luces que empiezan a encenderse en la ciudad, como unas manos protegiendo la llama de una vela contra el viento. A pesar del cansancio y del frío que comienza a hacerse sentir, Bailey está... cómoda. El tacto de su propia ropa y el brazo de su padre le parecen suaves y aterciopelados, como una manta cálida en una noche de invierno.
Dejándose llevar por un capricho, la joven se aparta suavemente de su padre y se acerca al borde del camino para tocar la hierba con las yemas de sus dedos, y acariciar a King con la mano que le queda libre. Por unos minutos, no dice nada. Sencillamente disfruta de la vista y de la compañía de su familia. Al fín, después de reunir fuerzas, y sintiéndose extrañamente cómoda consigo misma y con el mundo, Bailey mira abajo, a King. Su animal le devuelve la mirada con calma, aunque mueve la cola lado a lado, haciéndola sonreír. En ese momento, al mirar a King, Bailey recuerda a su madre con una vividez poco común. Recuerda cómo sus manos tocaban las mejillas de Bailey, y luego recorrían su frente y su nariz. La joven se lleva a su rostro la mano con la que acariciaba a King, dejando que la punta de su dedo medio baje por el contorno de su nariz, como una imitación del gesto de su madre.
Bailey gira la cabeza para mirar a su padre. La sonrisa en sus labios desaparece, y sus ojos se tornan... serios. Firmes.
Sabe lo que tiene que hacer.
Si no se lo digo ahora, no se lo diré nunca.
"Papá... creo que tengo un problema." La chica rubia deja caer su mano antes de cerrarla en un puño y clavarse las uñas, haciéndose sólo un poco de daño para mantenerse concentrada y no apartarse de lo que sabe que tiene que decirle. "En el lavabo de los Doyle. Yo... creo que tuve alucinaciones."
King deja escapar un quejido y empieza a lamerle el puño. Bailey no puede evitar sonreírle y abrir la mano para acariciarle por un momento, antes de tomar aire profundamente, cerrar los ojos, y encararse otra vez con el atardecer y el calor de la luz del sol que aún le llega.
Entonces, le cuenta todo a su padre.
El dolor de estómago. la sensación de silencio y de estar atrapada, los sonidos extraños de bebés, el rascar en la puerta, y la visión en el espejo. Todo tan vívido como si fuera absoluta y ciertamente real, y con los ojos cerrados Bailey repasa todo sin dejarse amedrentar. No se deja ningún detalle apartado en la oscuridad de sus pensamientos, no permite que nada la acobarde y le impida sincerarse con su padre.
Una vez ha acabado de contárselo todo, la joven vuelve a girar la cabeza hacia su padre. Alan puede ver su rostro de perfil, sus ojos y silueta formando un retrato de preocupación, pero también firmeza. La disposición a mirar a la realidad cara a cara, y confiar su verdad y debilidad a la persona a quien más quiere en el mundo. "Papá, ¿es posible que esté enferma?"