Estoy hasta la polla.
Eso sería, probablemente, lo que le diría al barman imaginario que aparece en nuestra mente cuando deseamos autocompadecernos. Lo diría, claro, si no fuera porque el apéndice sexual referenciado es algo que perdí hace ya mucho tiempo, junto al resto de mi biología.
Pero es así, estoy hasta la polla . O, mejor dicho, estoy hasta el hormigueo inconsciente en el espacio euclídeo de lo que antaño fue mi polla. Y pensar en eso, en estar hasta más arriba de algo que solía tener pegado a mi cuerpo hasta que alguien decidió pasarme su boleto de la mala suerte, es algo que todavía me cabrea más. Porque ya se sabe que nada se aprecia totalmente hasta que no se pierde para siempre. Y si algo tiene mi polla es que está totalmente perdida en algún lugar, donde sea que viajen las pollas huérfanas de un cuerpo motriz que las lleve colgando en sus idas y venidas por el mundo de los vivos.
Aún así, lo que más me toca los cojones es no poder disfrutar del placer del mal ajeno. Me enerva pensar que tras ser despedido de su mierda de trabajo, fugarse la puta de su mujer con un enano trapecista, terminar empinando el codo y decidir atropellarme como epílogo de su miserable vida, el antiguamente conocido como perdedor hijoputa renació en vida con el nombre de cabronazo afortunado; solo para hacerse rico escribiendo un manual de autoayuda y terminar casado con una modelo de lencería; rubia, tonta y con dos tetas tan grandes como la biología podría permitir. Y, claro, él además tiene polla.
Probablemente jamás os habréis parado a pensarlo, pero ser un fantasma, una alma en pena, un payaso en un estado de semi-invalidez sobrenatural sin ni tan solo acceso a una paguita estatal, es una putada. Porque nada de esto es cómo lo cuentan las películas. Aquí nunca se ha visto un túnel de luz blanca ni ejecutado promesa de redención alguna. En este lugar todo el mundo está esperando con un boleto a lo incierto en su espectral chequera. Toda alma desde el primer puto neandertal hasta el último subnormal muerto hace un segundo por el impacto de un coco en un islote de mierda en el culo del mundo. ¿Imagináis tal grado de hacinamiento? Tranquilos, Arafat tampoco podía. Por lo menos hasta que descubrió que su compañera de litera para el resto de la eternidad respondía por el nombre de Golda.
Porque mientras está vivo, uno cree que tiene todo el tiempo del mundo. ¿Qué importará que los neoliberales hayan privatizado el Cielo y eso nos mantenga a todos en esta sala de espera eterna? Viviendo no tienes ningún motivo por el que molestarte en ver más allá. La vida te exige de cierta arrogancia en tu lucha por la supervivencia, por la permanencia de tu adn . Vives en una carrera entre ti mismo y la sombra de lo que crees que quieres llegar a ser, que no deja de ser lo que los demás quieren que seas.
Pero a diferencia de los vivos, nosotros sabemos que tenemos todo el tiempo del mundo por delante. Tampoco competimos por intentar conseguir algo que tenemos asegurado ni tenemos por qué culpar a nuestro gen egoísta al disculparnos por intentar tener sexo. Nadie espera nada de nosotros. En nuestra existencia innecesaria somos seres totalmente libres.
En esta situación es normal que algunos de nosotros se vuelvan locos y empiecen a aullar, a aparecerse recreando su último instante de vida o a gemir mientras intentan follarse al pequinés de la vecina del séptimo con su inexistente falo. Al final, tarde o temprano, casi todos acabamos adoptando algún cliché: que si ahora arrastro unas cadenas, que si voy a aparecerme llevando un candelabro, que si algo huele a podrido en Dinamarca… Por eso de la costumbre, imagino.
Aunque lo que realmente pienso es que lo hacemos por miedo. Por miedo a la inexistencia. A extinguirnos como una gota de agua en el desierto infinito que supone la inmortalidad del alma. Porque sin algo que nos autoreferencie, sin autoconvencernos con un Macguffin vital que nos dé una excusa para seguir moviéndonos, ¿podemos decir que existimos?
Y ésa es nuestra maldición: abandonados en un páramo desolado por Dios, un padre disfuncional; el inexistente bastardo ausente. Así le maldigo por su decisión. ¿Por qué eligió no existir?