Rachel y Ronan
“Síganme, por favor,” dice el sirviente con tono neutro, girando para guiarlos hacia el interior de la mansión.
La casa de los Vaeltharyn es un lugar relativamente discreto, donde cada detalle parece cuidadosamente calculado para no llamar demasiado la atención, pero tampoco pasar desapercibido. Los suelos de madera oscura están impecablemente pulidos, y las paredes están decoradas con tapices y cuadros que insinúan un gusto por lo arcano, aunque sin exagerar. Las lámparas emiten una luz cálida y tenue, mientras pequeños objetos decorativos –como cristales tallados y relojes intrincados– sugieren una conexión con lo mágico.
El sirviente los lleva a una sala de estar decorada con muebles de madera tallada y tapizados en tonos verdes y dorados. Una chimenea de piedra ocupa el centro de la estancia, apagada pero impecable, y sobre el manto cuelga un cuadro de una mujer de semblante sabio y severo, probablemente un ancestro de la familia. Les indica que esperen antes de salir con una reverencia medida.
Tras unos minutos, el mismo sirviente regresa y los guía por un pasillo hasta un despacho. La habitación es funcional, más práctica que ostentosa, con una gran mesa de madera oscura cubierta de pergaminos y un par de libros abiertos. Las estanterías están llenas de tomos antiguos y objetos curiosos que parecen haber sido usados recientemente.
Eryndor Vaeltharyn está de pie tras la mesa, con una expresión de hombre ocupado que no tiene tiempo para rodeos. Sus ojos agudos se posan en ellos como si ya estuviera evaluándolos antes de que digan una palabra.
“Adelante, tomad asiento,” dice con un gesto hacia las sillas frente a su escritorio. Él permanece de pie, apoyando las manos en la mesa mientras los observa con intensidad.
“Supongo que no estáis aquí para hablar del clima,” añade sin preámbulos, su tono directo dejando claro que no tiene intención de perder el tiempo. “Así que decidme, ¿por qué vuestra compañía está interesada en lo que busca mi familia?”
Thorian se reclina ligeramente en su silla, cruzando una pierna sobre la otra con la despreocupación de alguien que ya ha decidido cuál es su lugar en la conversación. “Oro,” dice con una sonrisa que combina seguridad y descaro. “Es por lo que hemos venido y por lo que, si la oferta nos parece aceptable, haremos el trabajo mejor que nadie.”
Eryndor se queda un instante en silencio antes de soltar una risa breve y seca, como si hubiera escuchado algo que le divirtiera más de lo esperado. “Me gusta la gente confiada,” dice, inclinándose levemente hacia adelante, sus ojos brillando con un toque de ironía. “Claro que los últimos que se presentaron aquí también estaban seguros de sí mismos. A saber dónde habrán terminado.”
Con un gesto amplio de la mano, Eryndor da un pequeño rodeo, como si midiera sus palabras antes de entrar en materia. “El asunto es sencillo… en apariencia.” Sus dedos tamborilean sobre la mesa antes de continuar. “Un cargamento que debía llegar de Secomber, transportado por uno de mis mercaderes de confianza, no lo ha hecho. El último rastro que tenemos es en algún punto del camino hacia esa ciudad. Necesito que lo encontréis.”
Se detiene un momento. Luego, con un tono más enfático, añade: “Pero lo importante no es el cargamento en sí. Lo único que realmente me interesa es un pequeño cofre con el sello de mi familia que viajaba en el carruaje. Ese cofre debe regresar aquí, intacto.”
Hace una pausa para mirar a cada uno de ellos, como si evaluara si comprenden la importancia de lo que está diciendo. “La recompensa será de treinta monedas de oro por el contenido del cofre. Por cualquier otra cosa que encontréis… cero monedas de oro. Eso es todo.”
Eryndor se endereza, cruzando los brazos mientras los observa con esa mirada calculadora que parece desnudar cada intención que puedan tener. “Entonces, ¿tenéis preguntas o está claro?”