Elijah y María
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Elijah se cubre los ojos con una mano y apoya la otra en un árbol cercano. “¡Uno… dos… tres…!” empieza a contar, mientras Timo se escabulle entre los arbustos, reprimiendo una risilla. María, por su parte, se mueve con calma, aunque su intención es distinta.
Con el conjuro que ha lanzado, percibe el espacio a su alrededor con una claridad que desmiente su ceguera. Los contornos de la casa se dibujan en su mente, y pronto identifica una ventana entreabierta. Se acerca con pasos medidos, sintiendo el ligero cambio en el aire al alcanzar su objetivo. Se detiene justo al lado, inclinándose lo suficiente para captar las voces de dentro sin delatarse.
Dos mujeres hablan en tono animado, sus palabras cargadas de entusiasmo.
“Dicen que la boda será enorme,” comenta una, el tono soñador evidente incluso sin verla. “Señores de Daggerford, de Aguasprofundas… y se rumorea que vendrá El Lucero del Alba.”
“¿En serio? ¿El primogénito de los Vaeltharyn?” responde la otra, sorprendida. “No me extraña. Siempre ha sido un héroe, pero ahora... ahora es incluso más poderoso. Cinco años en la Cruzada contra el Culto del Dragón en Cormyr, ¿sabes?”
María frunce el ceño, procesando la información mientras las sirvientas siguen hablando.
“Cuentan que lideró la carga en la batalla de las Torres Gemelas,” dice la primera con admiración. “Se enfrentó a un dragón negro y a sus acólitos casi sin ayuda. Los bardos cantan que levantó un muro de fuego que atrapó a sus enemigos como si fueran ratones en una jaula. Y no solo eso, ¡invocó un cometa para destruir el altar del culto!”
“Sí, sí, esa parte se canta de Amn a Tuskan,” añade la otra con entusiasmo. “Pero mi favorita es el duelo contra el mago del Culto, ese del cetro con escamas. Le venció con magia pura. ¡Dicen que la tierra tembló!”
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María permanece inmóvil junto a la ventana, su conjuro dibujando con precisión el interior de la estancia. Las mujeres se van y la voz que escucha a continuación le resulta como una serpiente siseante, afilada y desagradable. Edwin habla con un tono cargado de desprecio, como si escupiera cada palabra con la intención de que doliera.
“Primrose,” empieza, su voz impregnada de frialdad. “¿Piensas quedarte ahí, plantada como un palo seco? Te lo he dicho mil veces: muévete con algo de gracia, aunque sea para aparentar. Si alguien te ve así, ¿qué pensarán? Que los Longbottom no tienen más que un esqueleto andante para atenderlos.”
El silencio que sigue solo parece animarle a continuar.
“Y esa bandeja… ¿Es que tus huesos no pueden sostener ni un simple plato sin tambalearse? No quiero ver ni una sola mancha, ni una gota fuera de lugar. Si eres capaz de mantenerla firme, claro. Aunque visto lo visto, dudo que puedas.”
María percibe el ligero movimiento de Primrose, un intento de obedecer sin replicar, pero Edwin no termina ahí.
“Y cúbrete ese cuello cuando pases por el salón. Pareces un espantapájaros. Ni siquiera los vestidos caros pueden ocultar lo que te falta… en todo sentido.” Se ríe con un tono bajo, amargo, antes de dar un paso hacia ella. “Ah, y no se te ocurra salir con esa pinta desaliñada. No me hagas cargar con la vergüenza de que alguien crea que eres nuestra criada principal. Podrías por lo menos intentar parecer una persona decente.”
Los pasos de Edwin resuenan al alejarse, su voz aún afilada como un cuchillo. “Límpiate la cara. Y no tardes. Si no haces todo perfectamente esta vez… bueno, ya lo sabes.”
María percibe a Primrose quedarse quieta por un momento, la tensión casi palpable en el aire, y llorar. Luego, se mueve con torpeza, sus movimientos demasiado rápidos, como si quisiera desaparecer tras las órdenes de Edwin. La habitación queda en silencio.