Pizz
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Pizz avanza con el sigilo de una sombra, su pequeña figura deslizándose por la penumbra de la mansión. El perro, un mastín imponente de pelaje oscuro, duerme en su rincón, su pecho subiendo y bajando con una respiración profunda y confiada. No sabe lo que se le viene encima.
Con un movimiento rápido y certero, Pizz le echa la mano al hocico, cerrándolo antes de que pueda emitir un sonido. El ojo del animal se abre en un destello de terror instintivo, pero no hay tiempo para más. La daga del goblin brilla un instante en la penumbra antes de deslizarse con precisión quirúrgica bajo la garganta del animal.
El corte es limpio, brutal. La piel y la carne se abren como la cáscara de una fruta madura, y una cascada caliente de sangre empapa la alfombra. Pizz tira con destreza, extrayendo la lengua del perro a través del tajo. Un trabajo pulcro. La corbata siciliana, lo llamarían en otra vida, si Pizzicato hubiera sido un hombre de la Cosa Nostra.
El mastín da una última sacudida, un espasmo reflejo, antes de quedar inerte, su lengua colgando grotescamente del tajo abierto. Pizz limpia la hoja en su antebrazo y se queda unos segundos mirando su obra con una sonrisa torcida. Luego, sin perder más tiempo, se mueve hacia su verdadero objetivo.
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Se toma un instante para observar la habitación. A simple vista, parece el típico despacho de un noble menor: muebles de madera oscura, una estantería con libros polvorientos que probablemente nadie ha leído, un escritorio con papeles apilados de forma demasiado ordenada para ser auténtico.
Pero Pizz no se deja engañar. Su mirada resbala por la estancia hasta detenerse en un pequeño armario empotrado, más discreto que el resto del mobiliario, con una cerradura demasiado elaborada para ser un simple mueble de almacenamiento. Ahí está lo bueno.
Se acerca con la misma calma con la que un cirujano maneja su bisturí. Saca una ganzúa fina y la introduce con un movimiento casi perezoso. Un giro, una ligera presión… clac. Insultantemente fácil. Alguien debería despedir al cerrajero.
La puerta se abre con un leve chirrido, revelando su contenido: un fajo de documentos atados con un lazo de cuero, cuidadosamente alineados, y una daga ceremonial de aspecto exótico. La hoja es curva, con inscripciones que Pizz no entiende pero que parecen murmurar secretos antiguos.
El mango, de un marfil ajado, muestra la forma de una serpiente enroscada. Algo importante. Algo valioso. Algo que no debería estar ahí mucho tiempo más.
Sin perder el tiempo, Pizz guarda la daga y los papeles en su zurrón y se desliza fuera de la habitación. Sus pasos son ligeros, sin dejar rastro. Cruza la mansión en completo silencio, deslizándose como una sombra entre los muebles dormidos.
Al llegar a la puerta trasera, se asoma un segundo. Nada. Solo la brisa nocturna y el lejano murmullo de Daggerford sumida en su propio letargo. Con la misma facilidad con la que había entrado, desaparece en la oscuridad de la noche, dejando tras de sí un cadáver caliente y un misterio recién nacido.