María, Rachel y Elijah
María, Rachel y Elijah recorren los silenciosos callejones de Daggerford, con el papel en la mano y la tensión flotando en el aire. Finalmente, llegan a la dirección indicada: un edificio viejo de tres pisos, con una fachada de madera ennegrecida por el tiempo y una puerta que parece haber sido golpeada más veces de las que podría recordar.
En la entrada, hay un pequeño grabado de un ojo, casi imperceptible a menos que se busque. Bajo él, un timbre oxidado con un cartel que dice "llama dos veces y espera." Rachel, curiosa, toca dos veces y, tras un instante de silencio, un ojo se abre en una mirilla a la altura de la cintura, sorprendentemente bajo para lo que esperaban.
“¿Buscáis conocimiento, o habéis venido por error?” murmura una voz vieja, pero no desagradable. Ante su afirmación, la puerta se abre con un chirrido, revelando unas escaleras que llevan al segundo piso.
Arriba, al final de un pasillo lleno de viejas alfombras y candelabros que gotean cera, encuentran una puerta entreabierta. Empujan con cuidado y entran en una estancia sorprendentemente acogedora: un salón lleno de cojines, estanterías cargadas de libros polvorientos, y al menos tres gatos que los observan con indiferencia desde los muebles. En el centro, una mesa redonda cubierta con un mantel floreado, donde descansa una bola de cristal tapada con un delicado pañuelo bordado.
Una mujer de unos sesenta años, rechoncha, con un rostro afable y ojos vivaces, les sonríe cálidamente. “Ah, mis invitados. Os estaba esperando. Pasad, pasad. No os quedéis en la puerta.”
Los acomoda en cómodos cojines alrededor de la mesa, mientras saca unas tazas de porcelana y un plato de galletas. Sirve té humeante con destreza. Ella misma se sienta con una taza y toma una galleta, mordiéndola con calma.
“Ahora, queridos, relajaos. Contadme qué os trae hasta mí, porque seguro que es algo importante para molestaros en venir a estas horas.” Su tono es tan cálido que, por un momento, el propósito oscuro de su culto parece un recuerdo lejano.