Milly y Pizz
Un hombre con una trompeta se adelanta al borde de la arena, su postura erguida y ceremonial. Toma aire y sopla con fuerza, haciendo resonar un toque claro y solemne que se extiende por todo el anfiteatro. La multitud se aquieta, el murmullo se apaga.
A su lado, un juez de porte severo, ataviado con una toga adornada con los símbolos de la autoridad de Daggerford, avanza con paso medido. Junto a él, Lothar, sacerdote de Lathander, se mantiene con las manos cruzadas sobre el pecho, el rostro adusto. A su derecha, el elfo Aethel, de facciones serenas, observa la escena. A su izquierda, la joven Lenya, de mirada inquieta, parece contener la respiración.
El juez alza un pergamino y, con voz firme, declara en un tono que recuerda a los viejos códices de ley, la jerga de los primeros edictos de la ciudad:
"Por mandato de la justa balanza y en virtud de las Leyes del Primer Edicto de Daggerford, aquí se ha convocado el duelo de afrenta entre Darian Kildare y Eurico de Morclade. Que se entienda y se proclame que esta causa no versa sobre traición ni crimen de sangre, sino sobre la honra y la reputación, y que por ello ha de ser resuelta no con muerte, sino con incapacidad, como dictan las costumbres de nuestra ciudad."
Los asistentes murmuran entre sí, pero el juez no deja espacio a la interrupción.
"Sea entonces en este día del solsticio, en la arena de los Morclade, con Liara Morclade como testigo, para que su palabra sea oída. Y sean presentes los sacerdotes de Lathander, garantes de la justicia y la verdad, para dar fe de lo que aquí acontezca."
Levanta la mirada y la extiende por las graderías, su tono se endurece, cargado de la solemnidad de la ley:
"Que ningún hombre intervenga en lo que los dioses han de juzgar. Que ninguno quiebre el orden del combate, so pena de exilio o peor destino. Que ninguno mancille la arena con actos innobles, pues lo que aquí se resuelve, ha de ser resuelto por el acero y la voluntad."
Hace una pausa. La arena entera contiene el aliento.
"Que los contendientes aguarden, pues pronto se alzará el juicio del combate."
El juez baja el pergamino con un ademán brusco y da un paso atrás. Lothar asiente levemente, sus labios moviéndose en lo que parece una breve plegaria. La tensión en el aire es casi palpable. El duelo ha sido proclamado.
El juez vuelve su mirada severa hacia Liara Morclade, que permanece en la arena, flanqueada por un par de asistentes de su casa. Es joven, apenas una adolescente, pero su postura es firme, aunque la tensión en su rostro delata que no está cómoda con el peso de la atención sobre ella.
El hombre de la toga extiende una mano en su dirección y declara con voz grave:
"Liara Morclade, hija de esta ilustre casa, estás llamada a dar testimonio ante el juicio de duelo. Según la costumbre y la ley, el duelo no se entabla sin causa declarada ni afrenta legítima. Que sea tu palabra la que lo sostenga ante esta asamblea."
La multitud contiene la respiración. Liara traga saliva, su mirada se desliza un instante hacia las gradas donde se encuentra su familia. No hay escapatoria. Finalmente, con un leve movimiento de la cabeza, asiente.
"Sí…" Su voz es más baja de lo que quisiera, pero aún así resuena en el silencio de la arena. "Es cierto."
El juez no se inmuta, pero la expectación en el anfiteatro crece como una ola a punto de romper.
"¿Ratificas ante los dioses y los hombres que la acusación que pesa sobre Darian Kildare es justa? ¿Que su afrenta contra tu honor ha sido real y que el duelo es la única vía por la que ha de resolverse esta disputa?"
Liara traga saliva de nuevo, pero sus labios se curvan en una línea tensa y resuelta.
"Sí, lo ratifico."
La sentencia ha sido pronunciada. Un murmullo se propaga por la multitud, algunos con aprobación, otros con sorpresa. El duelo es oficial.
Tras la proclamación de Liara Morclade, el juez asiente con gravedad y levanta una mano, imponiendo silencio en la arena con un solo gesto.
"Que la voluntad de los dioses y la ley de los hombres se cumplan."
Con un movimiento preciso, enrolla el pergamino y lo entrega a uno de sus asistentes. Luego, su mirada se desliza hacia los sacerdotes de Lathander.
"Por mandato del Primer Edicto, los sacerdotes de Lathander darán su bendición al duelo, como garantes de la verdad y el honor en este juicio de acero."
Lothar, el sacerdote de Lathander, da un paso al frente. Su túnica blanca y dorada ondea ligeramente con la brisa que cruza la arena. A su lado, el elfo Aethel y la joven Lenya sostienen un incensario de plata y un libro de escrituras sagradas.
Lothar alza la voz con la solemnidad de quien ha presenciado muchas veces este ritual:
"Que la luz de Lathander ilumine el sendero de la justicia. Que el alba disipe las sombras de la mentira y que el sol naciente sea testigo del juicio que aquí se libra."
Aethel esparce el incienso en el aire, dejando que el aroma sagrado se mezcle con la arena. Lenya, con el libro abierto, recita en voz baja una plegaria mientras Lothar extiende las manos y dibuja un círculo de bendición en el aire.
Cuando la ceremonia concluye, el juez retoma la palabra.
"Que los contendientes se preparen."
La multitud estalla en murmullos y exclamaciones contenidas mientras el protocolo avanza.
Las grandes puertas de la arena se abren con lentitud, dejando escapar un rechinar pesado de bisagras y el eco de pasos firmes sobre la arena batida. Del umbral emergen los dos contendientes, llamados por la ley y el honor a resolver su querella con el juicio del acero.
Eurico de Morclade avanza con paso resuelto, el ceño fruncido y la mirada encendida por un fuego que no se esfuerza en ocultar. Su mandíbula está tensa, sus puños se cierran y abren a los lados, como si contuviera el impulso de desenvainar antes de tiempo. La sangre le hierve, y aunque su porte es el de un noble, hay en su expresión la fiereza de quien no ha venido a batirse solo por justicia, sino por venganza. No es la gloria lo que busca, sino la satisfacción de ver humillado a aquel que ha mancillado el honor de su hermana.
Del otro lado, con un porte mucho más relajado, Darian Kildare se deja ver. Su andar es tranquilo, casi perezoso, como si la arena en la que está a punto de luchar no fuera más que otra sala de banquetes en la que es el invitado de honor. Lleva la armadura con soltura y la espada colgando del cinto con la despreocupación de quien sabe que ningún rival está a su altura.
Su sonrisa es suficiente, cargada de una seguridad insolente que solo alimenta la furia de Eurico. Su reputación le precede: guerrero de leyenda, amante de muchas y de ninguna, un hombre cuya destreza con la espada es igualada solo por su amor por el vino y la compañía. Mientras avanza, sus ojos recorren las gradas con una diversión apenas disimulada, como si todo esto no fuera más que un espectáculo montado para su entretenimiento.
Eurico, con los dientes apretados, lo fulmina con la mirada. Kildare, en cambio, le dedica una sonrisa torcida, sin prisa alguna por tomar postura. Para él, esto no es más que un trámite, otra historia que sumar a sus hazañas. Para Eurico, es la única batalla que importa.