Afuera, el Callejón de las Linternas sigue brillando con su luz encantadora: farolillos mágicos flotan sobre los adoquines, danzando al compás de una brisa leve que huele a papel viejo, especias dulces y tinta arcana.
El camino hasta el puesto de Varl es corto; apenas unos pasos serpenteando entre tenderetes cerrados y estanterías repletas de objetos curiosos. Varl está justo donde lo dejaron, en su rincón lleno de relojes encantados, péndulos que giran al revés y herramientas flotantes que se ajustan solas. El anciano —o más bien, el mago— permanece inclinado sobre un mecanismo delicado que parece emitir un leve tic-tac musical, pero al ver a María levantar la mano y acercarse, alza la vista.
La reconoce de inmediato y una chispa de humor sereno cruza su mirada.
"Ah, la joven aprendiz de mil preguntas. ¿Todavía no has dejado la ciudad, o has decidido mudarte al Callejón de las Linternas?"
Su tono es suave, casi cómplice, como si le hablara a una nieta algo traviesa que siempre trae sorpresas bajo la manga. Luego sus ojos se deslizan hacia Rachel y, sin perder la compostura, la saluda con un leve movimiento de cabeza, como si ya supiera perfectamente quién es.
"Aunque deberíais," añade, dejando que su mirada se pose en ambas con una seriedad repentina. "La Casa Vaeltharyn ha puesto precio a vuestras cabezas. No solo el Puño Llameante patrulla las calles... también hay ojos y manos al servicio de la casa buscando por toda la ciudad. Algo sucedió ayer en la arena y de noche en la fortaleza y os han hecho responsables.
Pausa un momento, sin dramatismo pero con una certeza incómoda:
"Y cuando una casa noble quiere encontrarte, suele hacerlo. Así que si seguís aquí, aseguraos de que cada paso cuente... y de no fiaros de nadie que os mire dos veces. Incluso los amigos de toda la vida podrían venderos por la cantidad que se está ofreciendo."
Tras las palabras de María, Aurian sonríe.
"Insisto, me llamo Varl."
Sin añadir nada más, se gira hacia un estante bajo y empieza a rebuscar con calma entre objetos envueltos en tela. Finalmente, saca un cuenco de plata sobrio, con un grabado antiguo en el borde interior.
"Este te servirá," dice, colocándolo sobre el mostrador con un golpecito leve que deja un sonido limpio y resonante. "Cuatro monedas de oro. Si solo lo quieres usar aquí mismo, podemos hablarlo… pero si te lo llevas, ya sabes."