Bailey, Ronan y María
Luto avanza por el vestíbulo con su andar encorvado y pesado, sin siquiera mirar atrás para comprobar si le siguen. La torre es un laberinto de piedra antigua, con paredes de mármol oscuro y columnas esbeltas decoradas con intrincados grabados arcanos. A pesar de la antigüedad del lugar, no hay polvo acumulado, y todo está en un estado de conservación inquietantemente impecable, como si el tiempo aquí no se atreviera a hacer estragos.
A medida que avanzan, las excentricidades mágicas del lugar comienzan a hacerse evidentes. Algunas son sutiles: los candelabros se encienden y apagan a su paso con una sincronización casi teatral, y las sombras en las paredes parecen alargarse un poco más de lo que deberían, como si observaran en silencio. Otras, en cambio, son menos discretas.
En un rincón, un tapiz bordado con la imagen de un bosque encantado cambia lentamente con las estaciones: hojas otoñales caen de los árboles tejidos, seguidas por copos de nieve que cubren el suelo antes de que broten las primeras flores de primavera.
En una mesa de mármol, una taza de té humea suavemente… Y sentados sobre pequeños cojines bordados con filigranas doradas, hay dos conejos lanudos, elegantemente vestidos con gabardinas diminutas y gorros a juego, sosteniendo sus tazas de porcelana con una dignidad absolutamente inquebrantable.
Uno de ellos da un sorbo pausado a su té, con las orejas erguidas y expresión de concentración, como si estuviera degustando una bebida de importancia cósmica. El otro, más relajado, moja un terrón de azúcar en su taza y lo observa con la paciencia de un filósofo contemplando el sentido de la existencia.
Ninguno de los dos se inmuta al notar la presencia de los recién llegados. De hecho, uno de ellos lanza una mirada rápida a Luto, como si ya estuviera acostumbrado a su existencia espectral.
Luto, por su parte, ni siquiera se molesta en explicar su presencia.
"No preguntéis. Siguen aquí aunque los ignore," murmura con un suspiro, reanudando la marcha como si la existencia de dos conejos con atuendos refinados tomando el té en una torre arcana fuera lo más normal del mundo.
Unos escalones más adelante, una escoba barre con desgana una alfombra ricamente decorada, pero lo hace con tal aire de resignación que es difícil no compararla con Luto. Más allá, un reloj de péndulo sin agujas murmura para sí en un idioma incomprensible, soltando de vez en cuando alguna risa seca.
Al doblar una esquina, un libro levita en el aire, pasando páginas con parsimonia, como si estuviera disfrutando de su propia lectura. A su lado, un espejo cubierto con una tela se sacude levemente, como si intentara ver qué ocurre al otro lado de la sala.
Luto suspira con resignación mientras continúa guiándolos por los pasillos tapizados con gruesas alfombras y estanterías repletas de grimorios y artefactos mágicos.
No explica nada más. Simplemente sigue adelante, adentrándose en los misterios de la torre con calma, acostumbrado a esa miríada de locuras extravagantes.
El grupo asciende por una larga escalera de caracol, cuyos escalones de piedra oscura están suavemente desgastados por siglos de pisadas. Al principio, la luz de los candelabros encantados todavía les acompaña, proyectando sombras danzantes en las paredes, pero conforme suben, la iluminación se vuelve más tenue, como si la propia torre les estuviera empujando hacia una penumbra más densa.
Cada piso que dejan atrás parece más silencioso y opresivo, con puertas cerradas que ocultan secretos antiguos y murmullos en lenguas olvidadas que resuenan en la lejanía. Alguna que otra estantería cruje sola, como si sus libros se movieran al ritmo de una voluntad propia, y en algún punto del trayecto, un cuadro de un mago severo sigue el ascenso del grupo con la mirada, frunciendo el ceño con una desaprobación muda.
El aire se vuelve denso, impregnado de un aroma metálico, con un deje de incienso y ozono, como si una tormenta mágica hubiera tenido lugar hace mucho, pero su eco aún persistiera en las paredes. Finalmente, tras lo que parece una eternidad de escalones que se enroscan en la oscuridad, llegan a la cima de la torre.
Aquí, una gran cámara circular se abre ante ellos, envuelta en la tenue luminiscencia de lámparas flotantes que oscilan suavemente en el aire, proyectando destellos dorados sobre las paredes tapizadas de libros encuadernados en cuero. Pergaminos enrollados descansan sobre mesas de madera oscura, cubiertas de filigranas arcanas que parecen brillar débilmente.
Pero es el brillo multicolor de los artefactos desperdigados por la sala lo que más capta la mirada. Un orbe de cristal azulado descansa en un pedestal de mármol, su interior agitado por diminutas tormentas que susurran en un idioma desconocido. Sobre una vitrina de cristal, una colección de anillos enjoyados parece palpitar con una luz tenue, como si en su interior latiera un corazón propio. Más allá, un cetro de oro y ónice reposa sobre un soporte de terciopelo, la gema oscura en su punta devorando la luz a su alrededor, como un pozo sin fondo.
En una repisa cercana, varias dagas de plata y mithril están dispuestas en perfecto equilibrio, sus inscripciones cambiando de forma con un ritmo imperceptible para el ojo humano. Junto a ellas, un relicario flotante de filigrana dorada gira lentamente en el aire, y en su interior, un cosmos en miniatura parpadea como si contuviera su propio firmamento.
Entre todos estos objetos, la vista se pierde en los tesseractos translúcidos que flotan en un rincón de la sala, girando sobre sí mismos con movimientos imposibles, reflejando en sus facetas fragmentos de realidades que no pertenecen del todo a este mundo. Cada ángulo parece abrir una ventana a algo distinto: un cielo estrellado, un bosque sumido en sombras, la visión fugaz de un rostro que desaparece antes de poder ser reconocido.
El aire en la sala vibra con la presencia de estos objetos, como si la magia misma fuera una criatura viva que respirara en cada rincón.
Frente a una gran ventana abierta, una figura esbelta y elegante se recorta contra la luz del atardecer. Arwyn Vaeltharyn, la matriarca de la Casa Vaeltharyn, acaricia con delicadeza el lomo de una criatura imponente posada en una plataforma de hierro forjado que sobresale del muro exterior de la torre. Un grifo de magnífico porte, con un plumaje oscuro salpicado de destellos dorados, inclina la cabeza bajo su mano con un gesto casi felino de satisfacción. Sus garras aferran con firmeza la baranda metálica, y sus ojos, de un amarillo profundo e inteligente, vigilan el horizonte como si aún no diera por concluida su tarea.
"Lo has hecho bien," susurra Arwyn, su voz suave pero cargada de una autoridad innata. "Los enviados han llegado sanos y salvos."
La luz crepuscular baña su piel pálida, resaltando los reflejos plateados de su largo cabello, que cae en suaves ondas sobre sus hombros. Su porte es el de una dama noble, majestuosa y segura, pero sus ojos, de un profundo color violeta con destellos oscuros, transmiten una sabiduría que solo los siglos pueden conceder. A pesar de su apariencia juvenil, la edad se oculta en su mirada y en la forma en que evalúa todo a su alrededor con una calma estudiada.
Tras dedicarle una última caricia a la criatura, Arwyn se gira con elegancia, su vestido de tonos oscuros y bordados sutiles moviéndose con el aire crepuscular que se filtra por la ventana. Sus ojos recorren a los recién llegados con serenidad.
Luto, a su lado, realiza una reverencia tan profunda como su espalda encorvada le permite.
"Mi señora," anuncia con su habitual tono seco y ceremonioso, "han traído una misiva del señor Varl."
Arwyn asiente con una leve sonrisa y, con un gesto casi distraído, le da las gracias.
"Puedes retirarte, Luto."
El mayordomo vuelve a inclinarse con solemnidad y, sin decir una palabra más, se da la vuelta para salir. No obstante, justo antes de cruzar el umbral, se detiene lo justo para volverse hacia los recién llegados y, en un murmullo lúgubre, pero de alguna forma divertido, susurra:
"Si sentís que algo os observa mientras dormís… probablemente tengáis razón."
Y con ese último comentario, Luto desaparece en el pasillo, dejando tras de sí una estela de pesimismo refinado por siglos de resignación.