La pelea sigue.
En la arena, Eurico Monclade y Darian Kildare siguen cruzando aceros, sus espadas chocando con la intensidad de un duelo que aún no ha encontrado su desenlace. Golpes, fintas, giros rápidos. El público ruge con cada acometida, pero Pizz ya no presta atención.
Sin perder más tiempo, se desliza entre la multitud, moviéndose hacia la salida con la intención de echar un vistazo por la parte trasera. Si Milly estaba en problemas, era mejor saberlo antes de que todo el mundo se enterara.
El bullicio de la arena va quedando atrás cuando llega a la entrada principal. Pero en cuanto la ve, se detiene en seco.
Media docena de guardias están apostados allí, en formación tensa. Sus posturas rígidas, las manos descansando cerca de las empuñaduras de sus armas. No es la actitud de simples vigilantes. Hay algo más.
Entonces, Pizz lo nota.
Los guardias se cuadran al unísono, con esa sincronización que solo se da cuando alguien realmente importante ha llegado.
El hombre que cruza la entrada no es simplemente importante. Es alguien a quien se teme.
Alto, imponente, con una armadura impecable que resplandece incluso bajo la tenue luz de la arena. Un símbolo llameante del Puño Llameante adorna su peto, una declaración de autoridad absoluta. Su capa, de un rojo oscuro casi negro, ondea tras él con la gravedad de una sentencia ya escrita.
Su rostro es una máscara de severidad: pómulos marcados, mandíbula cuadrada, ojos fríos como el filo de un verdugo. No hay pasión en ellos, ni ira, ni siquiera un destello de satisfacción. Solo la mirada vacía de un hombre que cree en su justicia con una devoción inquebrantable.
Su andar es medido, sin prisas, sin dudas. Un depredador que nunca corre porque sabe que su presa no escapará.
Los guardias se cuadran de inmediato, como si el simple acto de respirar en su presencia exigiera disciplina.
Este no es un líder político, ni un noble de los que mueven hilos en la sombra. Es un inquisidor. Un hombre que no pregunta, no negocia, no duda. Ejecuta.
Y mientras avanza, Pizz no puede evitar notar el más mínimo rastro de una sonrisa, apenas un temblor en la comisura de sus labios, casi imperceptible.
La clase de sonrisa que se oculta cuando el placer viene de cosas que no deberían dar placer.