Milly
Thorian apenas levanta la vista del mapa, aunque su tono se vuelve grave. Mira el fuego como si en él ardiera algún recuerdo antiguo.
"Hay muchos tipos. Demasiados. Los hay cromáticos: rojos, verdes, negros, blancos, azules… y los metálicos: dorados, plateados, bronce... Cada uno con su propio aliento, su mente, su orgullo. Algunos hablan en sueños, otros viven encerrados en sí mismos, contando monedas durante siglos. Pero todos…" hace una pausa "todos son mortales. Y todos, sin excepción, ven el mundo como algo que les pertenece por derecho."
Mira a Milly ahora sí, con una seriedad que no necesita dramatismos.
"Si hay uno en el camino… mejor buscar otro. Aunque parezca dormido. Aunque parezca muerto. Aunque te ofrezca un trato. Un dragón nunca deja de ser dragón."
Todos
Una vez resuelto el enigma del mapa y asegurado el camino, el grupo recoge sus cosas en silencio. La madre osolechuza y sus oseznos regresan al claro, ocupando de nuevo su sitio con la misma solemnidad con la que un noble se sienta en su trono.
Zopilote relincha con suavidad. Alguien —quizás Bailey— le da unas palmaditas en el cuello y el grupo emprende la marcha, siguiendo el arroyo que serpentea entre las raíces y las sombras. La luz entre los árboles se va filtrando de forma más tenue a medida que avanzan, como si el bosque se hiciera más espeso, más secreto.
Durante el camino, hay pequeñas gestas que merecen un pie de página si alguien algún día escribe su crónica: Elijah trepa a un árbol para desatar una cuerda que bloquea el paso, sin caerse ni una sola vez; María logra calmar a un ciervo joven atrapado en un zarzal; Pizz encuentra una fruta de color sospechosamente púrpura, la huele, duda… y decide que mejor no.
Rachel, en cambio, camina en silencio. De vez en cuando saca el mapa y lo consulta con gesto meditabundo. La espiral aún baila en su mente como una melodía que no termina de olvidar.
Las horas pasan y el sol va cayendo con pereza. La luz se vuelve dorada, luego anaranjada, luego una masa de sombras que se funden con el suelo. El grupo acampa junto a una curva del arroyo donde las piedras parecen colocadas a propósito, como asientos olvidados por gigantes. El agua canta bajo la luna nueva, que no se ve pero se intuye.
Y entonces, el bosque empieza a guardar silencio. Un silencio que no da miedo, pero que sí invita a no hablar más de la cuenta.
La noche ha caído por completo sobre el bosque, y las últimas brasas del campamento crepitan con desgana. A lo lejos, el arroyo del unicornio sigue murmurando su eterna canción de piedra y agua. El grupo descansa —unos en silencio, otros aún dándole vueltas al mapa o al extraño candado de piedra.
Y entonces, sin previo aviso, se escucha un tintineo suave. No metálico, no como una campana de iglesia ni como unas espuelas. Es un sonido distinto, más fino, más.... Como si el aire mismo se hubiese llenado de hilos de plata vibrando al compás de un secreto que no quiere ser oído del todo.
Un cascabel. Un murmullo.
Viene desde el borde del claro. No hay pasos, no hay aliento, ni siquiera un crujido de rama. Solo ese sonido, como si el bosque respirara música a través de una garganta oculta.
Luego, silencio.