Elijah
Elijah avanza por el sendero envuelto en sombras, con el arco colgado a la espalda y los pasos más pesados de lo habitual, como si el propio aire le rozara con dedos invisibles y húmedos. Al llegar al umbral las raíces se apartan para dejarlo cruzar. Al hacerlo se cierran a su paso.
El interior no es oscuro, sino bañado por una luz dorada y rojiza, como la de una llama que no arde, que simplemente existe. Las raíces del techo cuelgan como tapices naturales, y el suelo está cubierto de musgo caliente, casi palpitante. Hay un leve murmullo, como de canciones sin lengua, flotando en la atmósfera espesa.
En el centro de la gruta, sentada con una gracia imposible sobre un trono de piedra desgastada por siglos, está ella. La lamia. Su torso desnudo brilla con reflejos húmedos, y su larga cola serpentina se enrosca a los pies del trono como si formara parte del mismo pedestal. No necesita moverse: su sola presencia lo llena todo.
A su alrededor hay cuencos de cerámica agrietada, y dentro, líquidos humeantes de colores imposibles: azul ultramar, verde jade, carmesí profundo. Aromas embriagadores se mezclan en el aire: flores abiertas en la noche, fruta fermentada, especias dulces, sudor antiguo. Cada inhalación de Elijah es una puñalada a la razón.
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Y entonces sucede. Algo lo atrae.
Ya no ve una criatura mitológica. No ve a una lamia. No ve peligro ni rareza. Solo una hembra, tan perfecta, tan inevitable, que su cuerpo entero responde antes que su mente.
Su pulso se acelera.
La ropa le molesta.
El deseo no es como un pensamiento, sino como un fuego que empieza en el pecho y se extiende.
Elijah, cazador, guerrero, maldito… en ese instante solo es hombre, y su voluntad, lo poco que queda de ella, se curva sin oponer resistencia. No hay palabras. Solo un instinto primario, embellecido por el aura de lo sagrado. Como en los viejos mitos celtas, donde el héroe se perdía para siempre tras compartir una noche con una diosa bajo la tierra.
Y así, la noche comienza.