Todos
Milly intenta que Elijah se fije en ella, pero no lo hace. Suben la loma lentamente, uno tras otro, dejando atrás la guarida sellada de Serethys. El sendero se curva entre piedras cubiertas de musgo y raíces que crujen bajo las botas, como si el bosque mismo exhalara con cada paso.
Elijah va el último, apoyado en sus compañeros.
Anda, pero no mira hacia adelante. Cada pocos pasos se detiene, gira el cuello, y lanza una mirada larga y cargada de sentido hacia el camino que lleva a la gruta.
Su rostro está ceniciento, las ojeras profundas como heridas, y sus labios apenas se mueven, como si repitiera en silencio una despedida… o un deseo de regresar.
Sus ojos buscan entre los árboles, esperando, tal vez, que ella —la señora Serethys— aparezca una última vez.
Pero no lo hace.
La entrada de la cueva sigue cerrada.
Ni un sonido.
Ni una grieta.
Solo el susurro del viento entre las raíces, y el eco del trato ya sellado.
Elijah titubea. Durante un instante parece que va a detenerse. Que va a dar la vuelta. Que va a correr hacia abajo.
Pero alguien —una mirada, un roce, un gesto mudo— lo arrastra de nuevo al presente.
Suspira. Y sube.
Y así llegan a la cima.
Allí les espera el arco de piedra.
Antiguo, desgastado por el tiempo y sin embargo intacto. Cubierto de runas élficas que brillan con la luz temblorosa del amanecer, como si el propio sol las tradujera al mundo mortal.
Las letras no están completas. Algunas están erosionadas, otras parecen ocultarse entre líneas finas de musgo y grietas naturales. Pero todas laten con una misma intención mágica: esto es una puerta a otros mundos.
Y sin embargo…
No hay cerradura.
No hay hueco.
No hay ranura.
La llave que Pizz rescató en el nido de los osolechuza —tan cuidadosamente protegida, tan valiosamente ganada— no parece tener dónde encajar.
El portal se alza ante ellos como un enigma cumplido a medias. Está ahí. Ha sido revelado, como prometió la lamia. Pero son los viajeros quienes deben abrirlo.
Y en el silencio que sigue, el amanecer lo baña todo, como si la respuesta estuviera también escrita en el cielo.
Pero María no está mirando el cielo.
No puede.
Hay algo.
No lo ve. No lo oye.
Pero lo siente.
Como un peso en la nuca. Como una vibración en el estómago. Como si la montaña respirara, muy lentamente, y hubiera algo al fondo de ese aliento. Un eco de poder absurdo, inmenso, enterrado quizá en las raíces mismas del mundo.
No es magia.
No como ella la conoce.
Es algo más viejo que los conjuros.
Algo que no necesita palabras ni gestos para hacerse notar.
Una presencia que no viene con prisa, pero que ya se ha puesto en marcha.
Lenta. Inmensa.
Y perfectamente consciente de que están allí.
María entrecierra los ojos. Algo se ha tensado en el aire.
No amenaza…
Aún.
Pero está viniendo. Está cerca.
Y no lo detiene nada.
Ella no dice nada. Solo ladea la cabeza muy levemente, como si escuchara un murmullo que nadie más percibe.
La brisa que antes era fresca ahora parece densa, cargada de tierra húmeda, de hojas viejas, de algo majestuoso.
Y al mirar de nuevo el arco de piedra, con las runas élficas brillando en silencio…
se pregunta si la puerta se abrirá por la llave que portan, o por la mirada de eso que ya se acerca.