Todos
El camino a Secomber se ha ido haciendo más estrecho desde hace un rato. Las colinas a los lados parecen haberse acercado sin moverse, como si quisieran escuchar. Hay algo en el aire, algo que ninguno ha dicho en voz alta, pero todos sienten.
Detrás.
A unas millas quizá. O menos. No se oye nada: ni cascos, ni voces, ni perros. Pero es como si una presencia hubiese echado a andar tras ellos cuando cruzaron el arroyo hace un par de horas.
No hay prueba. Solo la certeza incómoda de que algo camina por donde ellos pasaron… y que cada minuto que pierden es un regalo.
La niebla llega sin anunciarse, como si alguien la empujara desde el fondo del valle. No es densa, pero lo suficiente para que el camino desaparezca y cada árbol se vuelva sospechoso. Entonces, aparece la valla.
Una valla blanca, exageradamente blanca, rodeando un campo que parece fuera de lugar. Demasiado limpio. Las flores están ordenadas. Las gallinas parecen... conscientes, picoteando como si siguieran instrucciones.
Más allá, una casa de dos plantas, con las ventanas torcidas y el tejado hundido de un lado. La veleta del establo —un espantapájaros oxidado— gira lentamente aunque no hay viento.
Sobre la puerta principal hay un cartel:
“Yeguada Familiar Wyrmble. Estampas ecuestres desde 1287. No se garantiza la cordura.”
Un cuervo demasiado grande observa desde un poste cercano. Cuando los ve llegar, ladea la cabeza, parpadea una vez y se va caminando entre la niebla.
A la izquierda del camino, clavado en un tronco, hay otro cartel más nuevo. La tinta está corrida por la humedad, pero aún se puede leer:
“Zopilote, semental negro, disponible. Solo para quienes sean capaces de sostener su mirada sin pestañear.”
Y justo al lado, garabateado con letra más pequeña:
“El que miente, cae. El que duda, tiembla. El que es digno… cabalga.”
En la verja, una campanilla. Suena justo antes de que alguien la toque.