Pizz
Mientras los demás discuten frente al establo —el caballo, la gallina, la puerta que se cerró sola— Pizz se aparta unos pasos, inquieto. Su nariz tiembla. Sus ojos parpadean rápido. Hay algo que no encaja. Demasiado limpio. Demasiado preparado.
Y entonces, lo ve.
No algo grande. No algo obvio. Pero... detalles. Detalles que solo un goblin ve, porque nadie más mira donde él mira.
"...Eso no es hierba", susurra, muy bajito.
El prado perfecto que rodea la granja parpadea. No literalmente, claro. Pero hay un destello. Un temblor en el color. Como si alguien hubiera pintado todo con pincel muy fino y de pronto se le hubiera movido la mano.
Pizz se agacha. Mira una flor. Le da la vuelta a un pétalo. Tiene un número. Un “12”. Pintado. Pequeñito. Con tinta negra.
Alza la vista, alerta. Más allá, la cuerda de un tendero se mueve... sin viento. Pero no con la brisa. Con intención.
Y entonces la nota: la cuerda. Una fina línea tensa, colgando del cielo nublado, bajando en diagonal hasta perderse tras el granero. Como si el sol estuviera colgado de ella. Y la luz... no fuera luz, sino un foco mal enfocado.
Pizz traga saliva. Huele a serrín. A polvo de escenario. Mira al establo.
Y allí, entre las vigas del desván, detrás de un velo de tela manchada, una figura agazapada lo observa. Es delgada, absurda, con extremidades largas como ramitas secas y ojos muy abiertos, sin párpados. No se mueve. No respira.
Solo mira. No a Pizz. A la escena. A sus amigos. Como si esperase su turno para salir.
"Eso no es granja. Esto es teatro...", piensa.
Y en ese instante, Zopilote lo mira.
El caballo. Ese caballo.
Lo mira directamente. Sin parpadear.
Y luego…
le guiña un ojo.
Una sola vez.
Después, mueve la cabeza en un gesto breve, como si le dijera:
“Tú ves. Bien. Pero shhh. Si hablas… gallina.”