Desde lo alto de una colina verde, no muy lejos de la segunda línea vadraviana, Bailey observa.
Su ojo azul se oculta tras un catalejo dorado, a través del cual examina concienzudamente el campo de batalla. Puede que no sepa mucho de guerras, pero esta nueva forma sí que sabe algunas cosas. Recuerda el destello del acero, el trueno de las cargas, el dolor de las heridas abiertas, sordo primero y avivado después, cuando la emoción de la batalla ha menguado. En su cabeza, hace preguntas y las responde sin dudar.
A su alrededor se yerguen sus tenientes, que estudian el campo de batalla. No con la atención de hombres que están a punto de apostar la vida sobre él, sino más bien la de historiadores curiosos que tratan de grabar el lugar en sus memorias para describirlo más tarde en sus escritos. Los portaestandartes esperan tras ellos, hablando y preguntándose en susurros por el devenir de la batalla y los planes de los ejércitos involucrados.
Bailey baja el catalejo unos centímetros y, sin apartar la vista del campo de batalla ni borrar la sonrisa de su rostro burlón y cruel, inclina la cabeza hacia sus subalternos y habla. No habla la lengua de Vadravia, sino la de Sum´uruna: el imperio del bronce y la arena. Un imperio hecho poderoso no por la fuerza de sus soldados, sino por el valor de sus mercaderes. Son estos mercaderes los que han insistido en que hay que hacer algo ante la amenaza contra Vadravia, y el emperador estuvo de acuerdo, aunque quizá no de la forma que ellos entendieron. Las palabras de Bailey, seguidas de las de sus subalternos, fluyen como el agua y huelen a perfume fuerte. Son tranquilas, cantarinas, y burlonas. ¡Oh, qué gran hueste la de Vadravia! ¡Qué fuertes sus soldados! ¡Qué ingeniosos sus generales!
¡Ja!
Uno de los tenientes dice algo, y los demás ríen. Bailey sonríe, y le devuelve su catalejo. En otra vida, el utilizar el catalejo de uno de estos oficiales indica predilección, y a Bailey no le importa interpretar su papel y continuar con ese pequeño juego. Mas los oficiales preguntan: ¿qué haremos? ¿Cuándo lucharemos? ¿Lucharemos en absoluto?
La voz de María les llega en ese momento. Un discurso. Un grito de guerra. Y las tropas que no estaban ya trabadas avanzan para sumergirse en la vorágine.
Bailey ríe. Ríe una risa discreta, divertida y cruel, sólo para los oídos de sus lugartenientes.
Los vadravianos avanzan valientemente hacia la carnicería. Mientras tanto, detrás de Bailey y de sus mejores hombres, unas pocas filas de caballería pesada presentan una vista imponente sobre la colina... pero más allá, fuera de la vista de los vadravianos, los catafractos de Sum´uruna están de pie o sentados junto a sus caballos. Ninguno tiene prisa por pelear, porque se les ha indicado que esperen a la orden. Los jóvenes tienen ganas de cabalgar ya, pero los curtidos en batalla, y especialmente los que se imaginan ya el plan de Bailey, fuman tabaco o juegan con piezas de marfil sobre diminutos tableros de mesa.
Bailey gesticula hacia un punto entre el flanco central y el derecho. Una buena vía de ataque, donde algo más de seiscientos catafractos de Sum´uruna arrollarían a cualquier adversario, y luego lo envolverían por detrás. El bosque no es problema: no avanzarán por él, y de ser necesario no los frenará como sí harían las ruinas y la magia. La mujer rubia da una orden, y uno de los oficiales se apresura a cumplirla: reúne a unos cuantos jinetes, apenas una docena, y éstos bajan de la colina para posicionarse en un lugar seguro, en una formación demasiado abierta para combatir. Pero a vista de pájaro, o de quienes tienen la astucia y la experiencia necesaria, esos jinetes ahora se yerguen formando un rectángulo amplio dentro del cual cabrían todos los catafractos que Bailey lidera.
Y ahora... toca esperar.
Esperar a ese momento en el que una única carga gloriosa decide el destino de una batalla, y por ende, el de una nación.
Con la mano apoyada en la empuñadura de su cimitarra, la rubia observa el campo. Y a una orden suya, los jinetes del imperio del bronce y la arena que aguardan tras la colina guardan sus juegos, se dejan las pipas en la boca, y montan.
Sin prisa.
Con calma.
No ha llegado todavía el momento de sudar...