Ronan y Elijah
Elijah susurra palabras que no son para el campo de batalla, sino para el recuerdo.
“Te quiero”, dice, y el viento se lo lleva como se lleva las plegarias no escuchadas.
Y luego, alza el rostro.
Y su voz truena como truena la traición al propio deseo:
"¡ARQUEROS, A MÍ!"
La tierra le responde. No con dulzura, sino con un crujido seco.
Las raíces gimen. El barro se abre como carne abierta.
Surge una grieta, no ancha como un abismo, pero sí lo bastante para separar.
Amigo de enemigo.
Pero no llega a tiempo.
Ronan ya ha cruzado.
Allí va.
Arrastrando los pies, con el pecho encharcado,
la espada como bastón y los dientes apretados.
No grita de furia.
Grita porque su alma no tiene otra forma de andar.
Y el rugido que alza es más antiguo que la guerra.
Embiste como un toro herido,
como si cada paso bastara para derribar una muralla.
Pero el ciervo de metal ni tiembla.
Ni los tatuados retroceden.
Uno de ellos, pintado con sangre seca,
clava su talón y alza el martillo.
Lo recibe de frente,
y el mundo de Ronan se vuelve negro,
blanco,
rojo.
Siente su nariz quebrarse.
Los oídos estallan.
La sangre le sabe a hierro y a invierno.
Busca un árbol.
Se apoya.
Respira como respira un animal herido.
Pero no hay respiro en el este.
Una figura lo alcanza.
Desnudo.
Bañado en símbolos.
Con los ojos llenos de muerte.
Y con un solo hachazo,
le arranca la mano izquierda como quien arranca una flor marchita.
El grito que sigue no es humano.
Es lo que queda cuando se pierde todo lo demás.
Entonces, como un trueno afinado,
como una sinfonía de muerte ejecutada con precisión de rito,
los Corvines disparan.
Cien flechas negras cruzan el abismo como cuervos hambrientos,
y cada una halla garganta, ojo o vientre.
Las filas enemigas se desgarran
como un velo viejo en manos de un dios airado.
Las lanzas caen.
Los gritos se cortan.
Y por un momento, incluso la guerra parece contener la respiración.
Al otro lado del abismo,
la bestia de metal se detiene.
Con sus patas ancladas en barro impuro,
su pecho iluminado,
el ciervo observa la herida en la tierra.
Y titubea.
No ruge.
No se revuelve.
Simplemente se gira,
y sin mirar atrás,
se adentra en la niebla como un presagio no cumplido.
Sus pasos no hacen ruido.
Sus huellas se disuelven como humo en el claro.
Quizás no huya,
quizás tan solo esté buscando
un camino más oscuro
para rodear el mundo y llegar por el sur
como hace la muerte cuando no la ves venir.
Ronan yace.
No ha caído, pero el suelo le reclama como si lo hubiera hecho.
Su aliento es irregular, roto,
como un fuelle que ha perdido el compás.
A su alrededor, los cuerpos forman un santuario cruel:
tatuados sin nombre,
rostros desgarrados,
brazos que aún empuñan sin saber que ya no hay guerra.
Su sangre es un hilo espeso que se une a la de los demás,
y aun así, sus ojos siguen abiertos.
Miran el cielo. No con esperanza.
Sino como quien intenta recordar qué forma tenía la vida.
Elijah lo observa desde la línea segura del abismo.
Sabe que no está muerto.
Sabe también que la muerte ronda,
descalza y silenciosa como una vieja criada.
Y que bastará un suspiro más lento,
una gota más de sangre,
para que ella le cierre los ojos.
"¡No te atrevas, bastardo!", murmura Elijah,
y en sus labios la rabia sabe a sangre—.
No te mueras... aún no...
Lo necesita fuera.
Lo necesita vivo.
Lo necesita en manos que curen,
en brazos que sepan cerrar lo que sangra.
Y lo necesita ya.