Cuando Elijah clava su báculo en la roca bañada de sal, no busca gloria, sino paso. Sus palabras no exigen, suplican con firmeza. Y la tierra escucha.
El suelo tiembla. Las runas antiguas ceden.
Los bloques encantados que protegían el flanco costero se pliegan como un cuerpo obediente, y una senda negra y recta se alza entre las olas, firme y seca, avanzando como un dedo acusador hacia el corazón del campamento enemigo.
Pizz y los corvines avanzan primero, pero la tierra no regala sin precio. En lo alto de una torre, la figura encapuchada alza su cuerno de hueso. Su sonido es largo y profundo, y el aire se tensa como cuerda de ballesta. Las torres tiemblan. El conjuro ha sido oído.
Desde las alturas, emergen los conjuradores del norte, vestidos de cuero trenzado y máscara sin rostro, forman conjuros en espejo. Las torres se vuelven vivas a su paso. Las runas arden con luz glacial.
Pero no es el final.
Thorian, el Sabio, no se encoge. Avanza. Pronuncia nombres que no deben oírse. Y la costa responde.
Desde grietas sin nombre surgen los Galdwyr, los deformes del acantilado. No grandes. No fuertes. Pero muchos. Y antiguos. Ellos odian la madera, como los hombres odian la traición.
Reptan, trepan, y muerden la base de las torres. Sus gritos raspan el alma. Sus ojos son perlas muertas.
Thorian, agotado, solo musita:
"No será gran cosa… pero que tiemble quien se alza sin humildad."
Y así, por tierra y por sombra, el asalto costero comienza.
Pero la furia de los encapuchados cae pronto, como castigo de los cielos grises.
Desde las torres, los conjuradores alzan sus bastones de espino rúnico y golpean el aire. No hablan. Solo invocan.
Y la magia responde.
No son llamas comunes, sino corazones de draco encendidos, que estallan como brasas vivas cargadas de antiguos nombres. Al tocar el suelo, revientan con el rugido de un horno ancestral.
Los Galdwyr, fieles y deformes, son arrasados a pares.
Sus cuerpos arden, sus gritos se deshacen en vapor, y el hedor a mar y carne abrasada flota sobre la arena.