Bajo los gritos y el estruendo de la batalla, Elijah se agacha junto al cuerpo de Ronan. No dice palabra. Apoya su mano sobre el pecho ensangrentado y deja que su báculo emita un resplandor cálido, como la brasa de una hoguera. La herida se cierra apenas lo suficiente. No es salvación. Es tiempo prestado.
Pero el Nidhrungr vuelve.
Ese engendro de hueso y escama, de aliento gélido y forma imposible, lanza su cráneo astado como un martillo ritual. Ronan no llega a incorporarse cuando la criatura le clava los colmillos en el costado y lo arrastra de nuevo entre la nieve, rugiendo con un sonido que parece venir desde el fondo de un lago congelado.
A unos pasos, Rachel aguarda en silencio, oculta en una trinchera cubierta con el escudo calcinado de un soldado caído. No busca huir, sino herir. Ha visto cómo el aliento del monstruo derrite la carne, y ahora calcula el ritmo de su avance. Sabe que va a por María. Y cuando ese vientre monstruoso se cierne sobre su cabeza, Rachel estira el brazo y hunde el estoque en la panza, pero la piel del dragón es demasiado dura y el filo rebota con facilidad.
Pizz salta al frente con su cetro en alto, haciendo piruetas entre charcos y cadáveres.
"Pizz es valiente, Pizz lo siente, ¡por eso ataca de frente, para comerse hasta los dientes! "—canta mientras gira—. "¡Es un Pizz pequeño, míralo risueño y te quitará vida como en un sueño!"
Pero el cetro chispea sin efecto, tragado por el aura del horror.
Desde el otro flanco, el Portador alza la cabeza cortada del gigante como un pendón de victoria.
"¡El gigante ha caído! ¡Un poco más y habremos vencido."
El Portador no duda.
"¡Dejadme a mí el reptil, y quien pueda que se dedique a una tarea más sutil! Bestia y brujo deben caer, si en este campamento queremos vencer."
Avanza con el estandarte como lanza, buscando un ángulo fuera del alcance visual del monstruo para asestar un golpe certero. Pero ni él, ni Rachel, ni Pizz logran frenar a tiempo la masacre. El Nidhrungr es demasiado rápido. Los corvines, valientes y disciplinados, son aplastados sin piedad, engullidos como muñecos de trapo. Incluso la caballería cae bajo su cola, que barre el campo como una guadaña.
Halrik no consigue herir una de sus patas nudosas y además recibe un zarpazo en el muslo y cae maldiciendo.
Y entonces, entre todo ese caos, una voz resuena. No grita. No suplica. Declara.
"¡Mirad al sur!" dice Edda Hundeyra, la Bruma del Sur.
Se arrodilla, se despoja del velo. Con una daga de obsidiana abre su palma tatuada. La sangre gotea sobre la nieve. Susurra una frase que no es conjuro, sino juramento:
"Lo que fue nublado, será claro. Lo que estaba roto, mostrará su mejor parte."
Y el mundo se pliega un instante.
Los combatientes parpadean. Las dudas se evaporan. Cada gesto se afina. Aunque el miedo les muerda, aunque estén cercados por la muerte, los próximos actos resonarán con la precisión del mejor de los futuros posibles.
Mientras el Nidhrungr devora hombres y caballos, y el conjuro de Edda da un respiro al frente, en lo alto de la torre el brujo enemigo no permanece quieto. Extiende sus brazos huesudos, invoca el poder de una runa tallada en su propia carne, y lanza una esfera de fuego arcano directo al corazón de la resistencia.
Thorian la ve venir.
Demasiado tarde.
No hay tiempo para escudos, ni contraconjuros, ni sabiduría. Solo fuego.
La bola le alcanza de lleno.
El aire estalla.
El mundo enmudece.
Thorian cae de espaldas, su túnica arde como pergamino seco, y su rostro… su rostro se funde. La piel se despega en jirones, la barba se quema en un instante, y el ojo izquierdo estalla como uva podrida. Un hedor a carne cocida inunda la nieve.
Aún respira.
Pero apenas.
El Sabio de la costa, el que masticaba conjuros prohibidos y hablaba con los vientos del norte, yace ahora entre cenizas y sangre, su rostro una máscara arrugada y quemada, a un solo suspiro de morir.
Y aun así, sus dedos tiemblan como si buscaran una última palabra.