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(Tiradas de Suerte y Sigilo)
Zopilote no responde cuando María le habla. No relincha, no hace un gesto, ni siquiera mueve las orejas. Pero hay algo en su forma de quedarse quieto, de mirar sin mirar, que la hace pensar que la ha entendido. No está segura de por qué, pero intuye que escucha. Y que piensa. Como un igual.
El grupo deja atrás la granja sin que nada los detenga. Ni trampas, ni enemigos, ni más juegos de los dioses. Las gallinas los observan desde el patio como si estuvieran pasando lista, y el espantapájaros gira un poco la cabeza, curioso, pero no dice nada.
El camino hacia Secomber es tranquilo. Avanzan en fila, cansados pero enteros, con la tierra seca crujiendo bajo las botas. Al caer la tarde el cielo empieza a teñirse de azul oscuro, y cuando el sol ya se ha escondido del todo, llegan por fin al desvío.
Un pequeño riachuelo les corta el paso. El mismo que llaman el riachuelo del unicornio.
Y sin decir mucho más, lo siguen. Porque saben que, en algún lugar de sus orillas, les espera lo siguiente.
Cuando llegan a una pequeña explanada entre sauces y helechos, Thorian levanta una mano y se detiene.
"Aquí. Montamos el campamento. No quiero que sigamos avanzando de noche."
No hay luna en el cielo. Solo un velo de nubes oscuras que se mueve lentamente, como si ocultara algo que no quiere ser visto. El aire está cargado, quieto, como si todo el bosque contuviera la respiración.
El grupo empieza a desplegar sus cosas en silencio. Cada ruido —el crujido de una rama, el murmullo del agua— se siente más fuerte de lo normal. No hay brisa, no hay canto de aves, ni el zumbido de insectos. Solo esa sensación persistente de que algo observa, de que algo vendrá.
Thorian se queda un momento de pie, mirando el cielo vacío, sin decir nada. Luego se sienta junto al fuego que aún no ha prendido, y se limita a añadir:
"Dormid con un ojo abierto. Esta noche no me gusta. Nada en ella lo hace."