Pizz, con la cara llena de hollín y una ceja quemada, rescata su cetro del barro, lo sacude como si fuera un conejo mojado y lo mira con gravedad teatral.
¡MiniPizz está roto! ¡Oh no, qué alboroto! ¡Froto que te froto… y daño te provoco!
Y lo alza al cielo como si de un trueno domesticado se tratara.
El cetro parpadea, chispea, y de su punta surge un rayo viscoso de energía verde, como bilis de estrella, que se retuerce en el aire y golpea de lleno el costado del Nidhrungr.
El impacto abre una herida humeante bajo una de sus patas delanteras, una grieta sangrante por donde asoman nervios rojos como raíces hervidas. El monstruo ruge, y la tierra tiembla.
Por primera vez, la criatura sangra de verdad.
Y aunque sigue en pie, el golpe de Pizz ha cambiado algo en su furia: ahora ya no es invencible.
El Nidhrungr se enrosca sobre la nieve ensangrentada, más fiera que los lobos del fin del mundo. Su aliento hiela, su paso revienta la tierra. No sigue órdenes, no conoce dueño. Es una maldición salida del vientre de la oscuridad.
Edda Hundeyra, la Bruma del Sur, no da un paso atrás. Se arranca el velo, muestra su rostro pálido como la luna, y entona un canto de muerte aprendido en las criptas del archipiélago.
Pero no termina el verso.
El horror le llega antes.
Envuelve a Edda con sus anillos de escamas y nervio,
la eleva sobre el campo como un trofeo olvidado,
y la aplasta con la fuerza de una avalancha.
Se oyen gritos que no son humanos.
La tierra cruje como si llorase.
Y cuando el monstruo suelta lo que queda,
no hay cuerpo.
No hay sangre.
Solo el cuchillo ritual de Edda,
clavado en la nieve,
aún vibrando.
La hoja, negra de obsidiana,
revienta con un estallido seco, como un trueno encerrado.
Una onda de runas encendidas surge de la tierra
y trepa como raíces hambrientas por las escamas del Nidhrungr.
El monstruo ruge.
Una de sus patas —retorcida, ganchuda—
explota desde la base, salta por los aires, gira como un garfio maldito
y cae sobre las filas de ambos ejércitos, sembrando caos y carne.
El horror queda herido.
Cojea.
Sangra una sustancia negra como tinta y espesa como brea.
Y donde estuvo Edda Hundeyra,
solo queda un cráter,
una ráfaga de viento.
Más al norte, entre escudos rotos y lanzas hechas astillas, un joven corvín de Vadravia tropieza, aún con la cara manchada de barro y miedo.
Va a morir.
Y entonces, Espinocho.
Salta desde un montículo como una centella vestida de sombra, riendo entre dientes.
Le grita al monstruo algo que nadie entiende.
Quizá una burla.
Quizá su nombre verdadero.
Empuja al chico.
Y la cola del Nidhrungr le atraviesa el pecho como un asta de guerra.
Se oye el chasquido.
Se ve salir la punta por la espalda, envuelta en carne y vísceras.
Pero Espinocho no cae.
Con las piernas temblando y el rostro desencajado, se gira, escupe sangre negra y clava su daga hasta el mango en el ojo izquierdo del engendro, haciéndole estallar el globo como una fruta podrida.
El monstruo se revuelca.
Espinocho ríe.
"Así sangran los dioses falsos" —gruñe—. "Así sangran los que olvidan el final."
Y muere.
De pie.
Con la cola aún clavada.
Como los héroes.
Entre el estruendo del combate, cuando el Nidhrungr, herido por la explosión del cuchillo de Edda, revira como un torbellino, una de sus garras amputadas cae al suelo como un fémur de dios vencido… pero otra sigue viva.
Y se lanza como un látigo vivo sobre Halrik.
El joven general aún está de rodillas, con la espada clavada en la tierra para no caer, cuando la extremidad retorcida lo alcanza de lleno.
Se oye un chasquido seco.
Un corte limpio.
Y un grito que hiela la sangre.
Su brazo derecho vuela por los aires, girando entre el vapor de sangre, como una rama desgajada por una tormenta.
Halrik cae de espaldas, con los ojos abiertos, apretando los dientes mientras la nieve se tiñe de rojo bajo él.
No suplica.
No llora.
Solo aprieta el muñón contra el pecho y ruge su furia al cielo,
porque si va a morir, no será en silencio.
Y si sobrevive, el Nidhrungr lo recordará.
Y es entonces, cuando todos los ojos miran su valentía inútil, que Elijah sufre su castigo.
Una astilla de hueso —resto de la garra retorcida del Nidhrungr— vuela como un proyectil y se le clava en el costado, entre costilla y costilla, rasgando piel y carne. No es mortal, pero es un mensaje.
El brujo jadea. Se lleva la mano al flanco y ve la sangre.
"Aún no," murmura con la boca seca—. "No será hoy."
Y se incorpora, aún encorvado, como si el dolor le recordara que está vivo.
Ronan, aún tambaleante, se lanza con la furia de los condenados. La sangre le empapa el costado, pero aprieta los dientes y embiste con su espada en alto. Apunta al cuello del Nidhrungr, justo donde la carne cambia de escama a nervio. Pero el monstruo se revuelve, y la hoja solo arranca un hilo de sangre negra, insuficiente para detenerlo.
A su lado, Emilio —el Portador— clava el estandarte en el suelo como un faro de guerra, lo recoge de nuevo y hunde su hoja en un flanco, pero la escama resiste. El filo chirría, y salta una chispa, pero no carne.
Thorian, medio ciego y con el rostro desfigurado por la quemadura, alza un símbolo trazado con su propia sangre y pronuncia palabras perdidas entre las mareas. El aire tiembla… pero el conjuro se dispersa en el caos, como humo en tormenta.
Los corvines, últimos de su estirpe, cargan entre gritos, lanzas al frente, formados como en los días de los antiguos pactos. Pero el Nidhrungr baila con ellos y esquiva con violencia ciega. Sus colas los barren como trigo inmaduro.
La herida estuvo cerca.
Rachel aprieta los dientes. La magia de Edda aún flota en el aire, un último soplo de claridad antes del naufragio.
No hay tiempo para lamentos. Solo para gestos imposibles.
Saca la daga. No es grande, ni sagrada. Solo suya.
Con un grito que no sabe de quién es, la lanza con toda su alma.
La hoja vuela.
Gira en el aire como una promesa rota.
Y entra limpiamente en la cuenca podrida del Nidhrungr, arrancándole el único ojo que le quedaba.
El monstruo aúlla.
No como bestia. Como dios destronado.
Sus patas tiemblan. Su cuello se tuerce. La furia ya no tiene dirección.
Rachel, empapada de barro, sangre y ceniza, no sonríe.
Solo respira.
Porque esa herida es suya.
Y es, al fin, real.
La Elegida, cubierta de sangre que no es suya y con el estandarte roto aún en la espalda, alza su arma al cielo.
Skarnjaal, la espada de las viejas leyendas, vibra con una luz dorada que no arde: ilumina.
Sus labios pronuncian algo que nadie podría repetir, pero que todos entienden.
Una lengua anterior al acero, al miedo, al mundo.
Y el sol, enterrado tras las nubes, responde.
Desde lo alto, como si los cielos fueran cortados por una lanza de fuego puro, una onda de luz dorada cae como una cascada recta, sagrada, inevitable.
Donde toca, los soldados se levantan jadeando, las heridas menores se cierran como si el tiempo retrocediera un solo instante, el necesario para vivir. Las mayores se vuelven menores.
Halrik, aún sin su brazo, aprieta los dientes y siente que su pierna rota se endereza.
Elijah, cubierto de sangre ajena, parpadea y nota que ya no sangra por el costado.
Incluso Thorian, con la carne aún humeando, siente un hilo de consciencia volverle al cuerpo.
Pero para el brujo de la torre, la luz no sana.
La luz lo elige.
Alza el brazo para protegerse, y es ahí donde la magia entra: una presión invisible, un tirón divino, un juicio que no acepta apelaciones. El hueso empieza a girar dentro de la carne, lentamente, como si alguien lo retorciera desde otro plano.
Crac. Crac. Crac.
El codo se dobla hacia donde no debe.
La piel se abre.
El brujo grita, pero la luz no cesa.
Gira. Gira. Gira.
Hasta que el brazo, colgando como un trapo retorcido, se arranca de cuajo y cae al vacío como un cuervo sin alas.
La Elegida no mira hacia arriba.
No lo necesita.
Ya ha dictado su sentencia.