Todos
🎲
🎲
La madre osolechuza observa a María con sus enormes ojos incandescentes, como si pudiera ver a través de ella y más allá, hasta el desayuno que tomó de niña.
María, sin perder la sonrisa, le tiende el salmón que Elijah ha capturado. La bestia no se mueve. Solo pestañea, una vez, como un juicio. Luego baja el cuello con lentitud, abre el pico y —con un gesto rápido pero medido— atrapa el pescado.
Se queda quieta un segundo, el salmón colgando de su pico como si aún se lo estuviera pensando.
Pero entonces... da un resoplido leve y se gira.
Con la dignidad de toda madre cansada, empuja a sus oseznos con una serie de pataditas firmes pero cariñosas, como quien recoge juguetes del suelo a cabezazos.
Los oseznos chillan entre risas y pasos torpes, uno de ellos aún mordisqueando una pluma caída, y se dejan arrastrar hacia el otro extremo del claro.
La madre se tumba, salmón en boca, y echa una última mirada al grupo.
No es una bienvenida, ni una advertencia.
Es algo entre ambas cosas. Como si dijera: ya tenéis vuestro margen. No os paséis.
Una vez los oseznos desaparecen entre los helechos y la madre osolechuza se tumba a devorar el salmón con elegancia primitiva, María se agacha junto a Rachel. Sus manos acarician el suelo cubierto de hojas y musgo como si buscara migas de un pan muy importante. No hay migas, pero sí piedras. Piedras lisas, suaves, con un tacto rugoso, antiguo.
Recogen la primera. Y luego la segunda. Una tercera se resiste, casi como si no quisiera ser parte del asunto, pero termina cediendo.
Cuando por fin reunen siete, las dispone en el suelo, guiadas por un impulso que no sabría explicar. Las colocan como quien ha hecho esto muchas veces en sueños olvidados. Una al lado de otra, formando un círculo irregular que pronto toma forma. Un dibujo empieza a surgir en la unión de sus superficies: una puerta abierta, apenas esbozada, como dibujada con niebla sobre piedra.
En el centro del dibujo… algo más. Un candado de piedra, grueso, sin cerradura visible, pero claramente parte del conjunto. No es decorativo.
Bailey se une y las tres aventureras se quedan en cuclillas, el pelo rozando sus frentes, contemplando la imagen.
Por su parte, Pizz se encarama al montículo como quien ha robado en más de una docena de campanarios y sobrevivido para presumir de ello. Rosy revolotea en círculos sobre él, lanzando graznidos suaves, como si le llevara la cuenta a las veces que el goblin ha hecho algo estúpido y aún no ha muerto.
El polluelo verde, por su parte —aquel que ha hecho del sombrero de Pizz su hogar improvisado—, se despereza sin ganas ante el traqueteo de la escalada. Abre un ojo, luego el otro, mira el paisaje como si esperara algo más emocionante, y vuelve a acurrucarse sobre su cabeza con un leve pio de desaprobación.
En la cima, el nido del osolechuza es tan espectacular como inquietante. Está hecho de ramas retorcidas, plumas gigantescas, pieles resecas y lo que claramente parecen partes de una carreta, con ruedas incluidas. Pizz se abre paso con cuidado, empujando con el bastón un cráneo de ciervo que rueda ladera abajo con un clonk melancólico.
Por aquí hay restos de comida reciente y no tan reciente: huesos roídos, caparazones rotos, un muslo de algo demasiado grande para ser un pato. Y más inquietante aún… una tibia humana con anillo incluido. Un casco abollado con un mordisco de tamaño preocupante. Una capa de explorador medio digerida.
Pero entre todo el caos, medio escondida bajo un nido secundario hecho de paja y jirones de lona, una llave asoma su forma de hierro retorcido, ennegrecida por el tiempo y con forma de hoja. El mango tiene grabado el mismo símbolo que María vio entre las piedras: una puerta abierta.
Tírame Sigilo para ver si los Ososlechuza te ven removiendo su nido, Pizz.