Arriba, el estrépito crece: escudos que se golpean, cascos colocándose con torpeza, y un murmullo colectivo de acero y madera.
Detrás de la puerta, el capitán alza la voz: "¡Revisadlo todo! ¡Cada rincón! Y cuidado con la mujer menuda… parece tener algún tipo de magia impura."
Entre el ruido, se cuelan murmullos sueltos, casi suspiros:
"Dicen que Eldric ya viene de camino. "
"¿Eldric? ¿El sacerdote de guerra?"
"Sí, el mismo… el del sello rojo."
"Por los dioses… entonces esto va en serio."
"Yo lo vi una vez, en Brumaverde. Redujo a cenizas a un nigromante… y a medio pelotón con él."
Otro soldado intenta sonar tranquilo: "Bah, seguro que exageran. "
"¿Exagerar? Dicen que reza antes de los combates… por los enemigos, no por los suyos."
El capitán golpea su espada contra el escudo, cortando los susurros.
"¡Silencio! ¡Formad en líneas! Quiero esta torre limpia."
El estruendo de cascos y órdenes aún resuena cuando una nueva voz irrumpe desde el fondo, más lejana pero clara, cargada de agitación.
"¡Señor!", grita alguien entre jadeos—. "¡Hay algo en el arcón del Barón!"
El capitán se gira, el metal de su armadura tintinea al hacerlo. "¿Qué pasa ahí dentro?"
"Todo parece intacto, señor", responde la voz, con un temblor apenas contenido—. "Los artefactos siguen en su sitio, las vitrinas selladas… pero…"
Un silencio denso. Solo se oye la lluvia y el goteo desde las almenas.
"¿Pero qué?", ruge el capitán.
"Dos cuerpos, mi señor. O… lo que queda de ellos. Parecen haber sido… devorados."
Un murmullo corre entre las filas como un viento helado.
El capitán inspira hondo, se ajusta el yelmo y masculla: "Que Eldric se dé prisa."