Todos
La mujer del espejo parpadea, sorprendida. Por un instante parece realmente emocionada, aunque enseguida recupera la compostura y la voz de quien lleva décadas sin que nadie le aporte noticias frescas.
"¿Darven el Gris, dices?", repite, pensativa. "Puede ser… hace mucho tiempo de aquello."
Su mirada se pierde un momento en la distancia del reflejo, como si buscara una imagen que ya no existe.
"Sí, recuerdo a ese individuo. El antiguo señor de los ladrones, muy al oeste, en los confines del mundo… un lugar donde las mujeres lucen largas barbas y los hombres se peinan con tanto esmero que dan ganas de pedirles el nombre de su peluquero."
Suspira.
"Así que mi hermana acabó con él, ¿eh? No me sorprende. Siempre tuvo debilidad por los tipos problemáticos. Pero, sinceramente, casi prefiero no saber los detalles. No es que yo esté en una situación mucho mejor."
Se inclina un poco, bajando la voz.
"Ahora, decidid qué vais a hacer… y marchaos antes de que empiece a llover."
Hace una pausa, mirando hacia arriba como quien escucha algo que los demás no pueden oír.
"Porque va a llover dentro de poco. Y cuanto va a llover."
El reflejo titila, y por un instante, parece que un trueno lejano responde desde el otro lado del cristal. La mujer levanta una ceja, como si acabara de recordar algo importante —o terriblemente aburrido— y deja escapar un suspiro.
"Ah, ahí está… puntual, como siempre", murmura, mirando hacia un punto fuera de cuadro. Bueno, ha sido entretenido mientras duró."
Su silueta comienza a desvanecerse, las sombras que la rodean se disuelven como humo en el agua, y su voz se atenúa, irónica hasta el final:
"Si sobrevivís al bosque, volved algún día. Prometo fingir que me alegra veros."
El brillo del espejo parpadea una vez más, luego se apaga del todo. Durante unos instantes, nadie se mueve. El aire es espeso, como si la habitación esperara algo.
Entonces, María, que había permanecido observando en silencio, se acerca al muro opuesto. Repite los gestos de Rachel, dejando que sus dedos recorran las juntas de la piedra con paciencia. Al cabo de un momento, siente bajo la yema un cambio apenas perceptible: una línea sutil, una hendidura en ángulo recto.
Ambas rendijas, la que encontró Rachel y la que ahora señala María, guardan una simetría inquietante. Vistas con atención, no son simples puertas: son portones. Bloques de piedra colosales, de más de dos metros de alto y casi otros tantos de ancho, perfectamente ajustados al marco, tan precisos que parecen no haber sido tallados sino fundidos en su lugar.