Pizz
El goblin desciende por la piedra con la ligereza de una lagartija que ha hecho esto demasiadas veces. Sus pies tocan la repisa exterior sin un sonido, y por un instante se queda inmóvil, conteniendo la respiración.
A solo unos metros, de espaldas, los dos guardias continúan sentados, encorvados bajo el peso del tedio. Uno tamborilea con la lanza, el otro observa el cielo con expresión resignada. La lluvia empieza a caer, primero con timidez, luego con empeño, golpeando el suelo con la cadencia de una vieja canción de taberna.
"Si sigue lloviendo así ", gruñe el más fornido—, "los caminos volverán a inundarse. "
"Ajá", responde el otro, que parece hacer de eco profesional.
"Y si se inundan, las caravanas del norte no llegarán."
"Tampoco saldrán."
"Eso también."
"Y el barón se enfadará."
Silencio. Ambos asienten.
"¿Te acuerdas de la última vez que se enfadó?", dice el primero, bajando la voz.
El segundo suspira.
"Cómo olvidarlo. Ordenó aquel… ¿cómo lo llamó? “Festival de Purificación Cívica”. "
"Ah, sí. El de las hogueras con premio. "
"Eso, el concurso. Quemó a diecisiete brujas en tres días. "
"Y doce de ellas ni siquiera eran brujas."
"Sí, pero lo compensó dando medallas a los verdugos más entusiastas."
"Y pastel a los niños."
"Un hombre justo, nuestro barón."
Asienten otra vez, convencidos, mientras el agua les gotea por el casco.
Pizz los observa con los ojos muy abiertos, el agua resbalándole por la nariz. No está seguro de si debería reírse o empezar a rezar a todos los dioses conocidos.
Vuelve la vista hacia las dos puertas colosales, la roja y la azul, con sus enormes candados dorados que resplandecen incluso bajo el aguacero.
El goblin traga saliva. El viento aúlla entre las almenas. Y más allá, envuelta en bruma, la ciudad de Valls se extiende majestuosa, indiferente al pequeño intruso que acaba de colarse en el corazón de sus secretos.